Con el primer sonido de los golpes, el aire se llenó del aroma a pólvora y hierro, como si fuera testigo de cambios irrevocables. Marco, inmerso en el epicentro del sangriento conflicto, sentía su corazón latir al ritmo del caos. La guerra que tanto había deseado se había transformado de repente en una pesadilla aterradora. Cada sonido —desde los gemidos de los heridos hasta los gritos de los soldados— le recordaba el precio que tendría que pagar por la gloria. Intentaba concentrarse, pero los pensamientos sobre lo que había dejado en casa, sobre su familia, no le daban descanso.
En el campo de batalla, donde cada paso podía ser el último, Marco se encontró con su compañero Lucrecio, quien, inclinado sobre un herido, intentaba prestar ayuda.
—Esto no es lo que soñamos, Marco —susurró, sin levantar la vista—. Esto no es gloria, es locura.
Esas palabras cayeron como un trueno sobre las ilusiones de Marco. Comprendió que la guerra arrebata no solo la vida de los enemigos, sino también las almas de quienes luchan.
Mientras tanto, Alicia, huyendo con sus hijos por las estrechas calles de Cartago, sentía cómo el miedo le oprimía el corazón. Escuchaba los sonidos lejanos de la batalla, pero lo más aterrador era que sus hijos no comprendían lo que ocurría.
—Mamá, ¿por qué no podemos volver a casa? —preguntó la hija menor, tomando su mano.
Alicia, intentando mantener la calma, respondió:
—Estamos a salvo, querida. Solo buscamos un lugar donde refugiarnos.
Pero en su voz se percibía la inseguridad que no podía ocultar.
Cuando finalmente encontraron refugio en una antigua cueva subterránea, Alicia recordó los días de paz, cuando su familia reía y la casa estaba llena de calor. Ahora, sentada en la oscuridad, sentía cómo el miedo la consumía. Pensaba en lo que podía perder y en lo que ya había perdido. Sus pensamientos se interrumpían cuando los niños empezaban a susurrar entre ellos, tratando de hallar consuelo en la incertidumbre.
En el campo de batalla, Marco sentía cómo sus ambiciones se desmoronaban junto a los cuerpos de sus compañeros. Veía caer a soldados que conocía, y eso lo hacía reflexionar sobre el sentido de la guerra. ¿Valía la pena pagar ese precio por la gloria? Recordaba los rostros de sus padres, que lo miraban con orgullo cuando partía de casa. ¿Podrían imaginar que su hijo sería testigo de semejante horror?
—¡Marco! —gritó Lucrecio, sacándolo de sus pensamientos—. ¡Debemos avanzar!
Comenzaron a retirarse, pero el miedo no abandonaba a Marco. Sentía cómo su cuerpo lo traicionaba, cómo sus piernas se volvían pesadas y la respiración se le dificultaba.
—Esto no es lo que quería —pensó, sintiendo que perdía el control de la situación.
Alicia, por su parte, intentaba calmar a sus hijos contando historias de héroes que defendían sus hogares. Quería que recordaran que incluso en los momentos más oscuros existe esperanza. Pero en su interior, el corazón se le rompía por el miedo a no poder protegerlos.
—Debo ser fuerte —se repetía, aunque el miedo la atravesaba como un viento helado.
Cuando la lucha se intensificó, Marco comprendió que su camino hacia la gloria no conducía a un trono, sino a las ruinas. Observaba caer a sus compañeros y en ese instante entendió que cada combate no era solo un desafío físico, sino también moral. La guerra lo obligaba a replantearse sus valores y a preguntarse quién era realmente.
Finalmente, cuando el humo comenzó a dispersarse y las escenas de caos se tornaron menos nítidas, Marco comprendió que en esa lucha no había vencedores. Todos, sin importar el bando, eran víctimas de la guerra. Alicia, refugiada en la cueva, también percibió esta verdad al escuchar los sonidos de la batalla alejándose, dejando tras de sí solo silencio y recuerdos de pérdidas.