Los últimos rayos del sol se hundían lentamente en el horizonte, iluminando el campo de batalla con una cálida luz dorada que contrastaba con la oscuridad que ya se cernía sobre la ciudad. Las legiones romanas, llenas de orgullo, celebraban su victoria, sin darse cuenta de que detrás de esa alegría se escondía un profundo dolor. Se habían reunido sobre las ruinas de Cartago, donde alguna vez reinó la grandeza y el poder, y ahora solo quedaban recuerdos de una gloria destruida por el fuego de la guerra.
Los soldados, levantando sus espadas hacia el cielo, gritaban cánticos de combate que resonaban en el aire como ecos de batallas pasadas. Sus rostros mostraban triunfo, pero en los ojos de algunos se podía notar una sombra de duda. ¿Valía realmente esta victoria los sacrificios que habían hecho? ¿No habían arrebatado más que solo la vida de los enemigos? Pero esos pensamientos fueron rápidamente ahogados por la alegría de los compañeros que se abrazaban celebrando el logro.
Uno de los soldados romanos, el joven Marco, se mantenía a un lado, observando la celebración. Su corazón latía al ritmo de los gritos de alegría, pero dentro de él crecía una voz inquietante. Recordaba cómo apenas ayer soñaba con gloria, con el reconocimiento que vendría con la victoria. Pero ahora, de pie sobre las ruinas de Cartago, sus sueños comenzaban a desmoronarse en pedazos, al igual que la ciudad que había destruido. La sal que los romanos esparcían sobre la tierra se convirtió en un símbolo no solo de destrucción, sino también del profundo dolor que abarcaba no solo a los enemigos, sino también a los propios vencedores.
Los romanos, llenos de orgullo, no comprendían que su victoria tenía profundas consecuencias. Cada puñado de sal que caía sobre el suelo recordaba sueños destruidos, familias que lo habían perdido todo. Mientras ellos celebraban, en Cartago las madres lloraban por sus hijos, los hombres buscaban a sus esposas y los ancianos recordaban los tiempos de paz, cuando su ciudad prosperaba. Era una tragedia entrelazada con el triunfo, creando un puente invisible entre dos mundos: el de los vencedores y el de los vencidos.
26
Marco, sintiendo el peso de su elección, se dirigió a sus compañeros. "Hemos ganado, pero no puedo alegrarme", dijo, su voz sonaba apagada en medio del ruido general. "Esto no es solo una victoria. Es el fin para muchos." Sus palabras provocaron una breve pausa, y algunos soldados comenzaron a reflexionar sobre lo que decía. Lo miraban como a un traidor, pero en el fondo, cada uno sentía lo mismo: la victoria no les había traído paz.
Entre la celebración, en la oscuridad que cubría lentamente la ciudad, se escuchaban los gritos de mujeres y niños que intentaban encontrar a sus seres queridos. Alicia, madre de Cartago, corría por las calles, su corazón latía con fuerza mientras buscaba a sus hijos. Sabía que su destino dependía de si podía encontrar refugio de las legiones romanas, que destruían todo sin piedad a su paso. Su dolor era inmenso, pero no podía permitirse quebrarse. Debía luchar por sus hijos, incluso si eso significaba arriesgar su propia vida.
La sal que caía sobre la tierra se convertía en un símbolo no solo de destrucción, sino también de nuevos comienzos. Los romanos celebraban, pero en sus corazones ya comenzaban a surgir dudas. No sabían que detrás de esos muros, entre las ruinas, se desarrollaba otra historia: una historia de pérdida, de lucha, de esperanza. Aquella noche, llena de contrastes, sería decisiva para ambos lados. Y mientras los romanos celebraban, Cartago continuaba respirando, preparando su respuesta a esa cruel realidad.