A una velocidad impresionante, JJ se retiró del lado de Tony, dada la vuelta en la esquina próxima a donde se hallaban, oculta para no ser vista por el informante del zorro gris.
–¿Qué demo…? –La bestia se dio cuenta de lo que sucedía. Era seguro que la mujer conociera a quien se acercaba a ellos, mismo que no pudo ver bien a la asistente de Albus gracias a la oscuridad del sitio y a que estaba observando su móvil al andar.
–Hola. Tony, ¿cierto?
–Sí, y tú eres Hermet. ¡Mucho gusto! –contestó el zorro a la hiena, saludados de mano y pasado por media de este gesto el producto que había pedido el extranjero.
–Es de buena calidad. Tal vez mejor que lo distribuido en Angraterra.
–¿Tú crees? –mencionó Tony al separar ambas manos, guardada la pequeña bolsa en su pantalón con mucha naturalidad.
–Estoy seguro, amigo.
–Bien. Ahora, te di un pago más alto porque me interesa mucho el negocio aquí. No tanto porque quiera hacer competencia, sino para ampliar mis terrenos en mi país. Tú sabes, ¿no?
–Creo que puedo confiar en ti –mencionó Hermet con una sonrisa, mostrada un arma debajo de su saco de forma un tanto despistada–. De igual manera, vengo listo.
–No te preocupes, sólo soy un chico lindo, no peligroso. Te darás cuenta pronto –comentó con una gran sonrisa, cosa que le sacó una risilla a la hiena, prendido por éste un cigarro que procedió a fumar.
–«Dispara», pues. Desquita el dinero.
–He escuchado que en Mozhikon la distribución es más personal, pero efectiva. En otras palabras, que cada uno tiene pocos clientes, pero les va bien con eso.
–Es cierto. Aquí no nos gusta llamar la atención, ni ser los grandes patrones. Vamos tranquilos –explicó Hermet, quien se escuchaba muy confiado y aliviado.
–No quiero nombres, sólo números. ¿Cuántos?
–Tres. Dos murieron, aunque sólo buscaban cosas más «experimentales» y cada cierto tiempo.
–¿Qué cosa?
–Éxtasis. Eran algo jóvenes, por lo que seguro lo usaban para… Tú sabes.
–¿Qué hay de los demás? ¿También sorben polvo?
–No, se dopan con cosas más «penetrantes». Uno de ellos con artículos más leves que venden nuestros amigos de bata blanca –enunció algo desconfiado, cosa que no asustó a Tony. Por el contrario, entendió que iba por el camino que deseaba.
–¡Qué genial! Tienes razón, es mejor tener clientes asegurados. Aunque tres o cinco son demasiado pocos. ¡Es una lástima!
–Eran más –comentó más tranquilo la hiena–, pero por razones personales tuve que dejarles de surtir. Ni modo, así es el negocio. –Hermet terminó su cigarro, lo tiró al suelo y pisó para apagarlo, notada cierta tensión ahora entre ambos. –Me temo que es todo, amiguito. Primera y última con información. Si quieres más, sólo será «harina».
–¿Seguro? Puedo pagarte más.
–No me presiones, zorro –respondió con un tono de molestia no muy alto, pero suficiente para alertar a Tony.
–Cómo quieras, amigo. Sólo sugería más tratos.
–No soy idiota. Sé que buscas algo más, pero está bien. No tengo miedo –emitió Hermet, dados pasos lejos de Tony y dándole la espalda–. Salúdame a tu amigo el lobo –resaltó la hiena, cosa que hizo al comprador sonreír de forma maliciosa, al ver cómo su informante se retiraba.
Al terminar, el zorro buscó a JJ, pero no la encontró. Todo indicaba que se había ido, y era lógico pensar que no estaría lejos, por lo que se dio la tarea de usar su olfato para ir tras ella, alerta de cualquier cosa rara que pudiera suceder en las cercanías.
La asistente, tan pronto salió de la vista de Tony, corrió lo más lejos que pudo del sitio, sin perder el lugar de vista, hasta colocarse detrás de un poste, donde respiró hondo por el esfuerzo físico antes hecho, al igual que los nervios.
Ella tenía miedo de voltear hacia atrás y descubrir que, en efecto, la hiena la había visto o escuchado huir, por lo que juntó sus manos por enfrente de su pecho y esperó unos momentos, percibidos unos pasos en su dirección.
Nerviosa, y con temor a que sucediera algo, Janeth tomó su móvil y envió su ubicación a Albus, para luego guardarlo lo más pronto que pudo, oculto de quien la asechaba.
–Jovencita –dijo la voz de una mujer que sin dudas asustó a la asistente, notado que se trataba de una simple civil que se veía mortificada–, ¿se encuentra bien?
–¡Oh! Yo… ¡Estoy bien! No se preocupe, señora –contestó algo torpe, con una sonrisa forzada.
–Tienes miedo, ¿cierto? –Al preguntar eso, la desconocida tomó una mano de Janeth, cosa que la extrañó un poco al notar cómo si aquella quisiera simpatizar con ella, o causarle alivio–. No tienes de nada que preocuparte o avergonzarte. Esta colonia está bien cuidada. Ellos no pueden hacerte daño, ni acercarse a ti con sus malas costumbres –explicó aquella, bastante segura, lo que generó más intriga en la asistente.
–No entiendo. ¿Quiénes dice, señora?
–Mira, hay gente buena en esta ciudad, hermana. Toma esto y cuando quieras escuchar sobre la verdad, lo que personas cómo tú y yo sabemos, estás invitada a unírtenos. Aquí todos nos cuidamos los unos a los otros, seguros de «los otros». –A la par que le decía eso, la desconocida le entregó a Janeth un papel en la mano que le guardó de manera celosa dentro de ella, sujeta la extremidad con cariño para causarle seguridad. –No estás sola, querida. No tienes por qué avergonzarte, ni ocultar lo que sientes. ¿Sí?
–C-claro. ¡Muchas gracias, señora!
–Soy Martha. Martita para la buena gente como tú –rectificó la mujer, despedida por Janeth y alejada del lugar a paso lento y tranquilo.
Luego de esa conversación, la asistente vio su mano y notó que el papel tenía una especie de símbolo extraño, dibujado un mapa con una marca y una fecha, además de una hora, puesta en él, pedido detrás que todos se presentaran con prendas encapuchadas y cubrebocas.
Extrañada, Janeth levantó la mirada, pues se sentía observada, percibido cómo desde varias casas, detrás de las ventanas y cortinas, varias personas del vecindario la observaban, tranquilas de notar que ella se había dado cuenta de su presencia, como si le estuvieran diciendo «no te preocupes, estamos aquí». Podría parecer algo positivo, pero había algo raro en ello. Un asunto siniestro.