Asesina

Típica -Fátima-

TÍPICA

-Fátima-

 

 

 

 

 

 

 

La puerta de la habitación de mi tío se convirtió en parte de la pared. Nunca entraba a ese lugar y comencé a fingir que no existía. Actuaba por inercia la mayoría del tiempo y tenía una rutina bien organizada e inquebrantable: Me levantaba temprano para estudiar, desayunaba en la cafetería de la Susi, trabajaba medio turno en una tienda de ropa donde me pagaban una miseria y después volvía al departamento para limpiar. Las noches terminaban del mismo modo siempre: Me acostaba en el sofá a ver programas de televisión sobre moda y decoraciones, y la gran mayoría de las veces me dormía ahí mismo.

Voy a ir por partes, no puedo resumir un año que técnicamente no existió para mí, pero sí puedo dar los detalles más relevantes.

Habiendo terminado la secundaria, decidí estudiar lo que siempre quise aunque terminara “muriéndome de hambre” como mi padre me había advertido. Terminando diciembre, me anoté en la facultad de Bellas Artes y me dediqué a prepararme todo el verano. Por las mañanas me preparaba un café, me sentaba con los muchos cuadernillos y devoraba línea tras línea. Estudiar me gustaba, era una excelente forma de no pensar en nada más que en la información que necesitaba digerir.

Sobre las once de la mañana, salía del edificio y caminaba media cuadra hasta la esquina, donde estaba la cafetería en la cual siempre comía algo antes de entrar a trabajar. Mi incapacidad para cocinar me había valido ya dos intoxicaciones, así que preferí confiar en las dotes culinarias de una mujer a la cual todo el mundo le decía “La Susi”. Era una señora encantadora, la tía abuela favorita de todo el mundo, una gordita petiza con los rizos teñidos de bordó que sonreía todo el rato y te preguntaba cosas personales que nunca le contarías a un extraño, pero ella no era una extraña: Era la Susi, y todo el mundo la amaba. Siempre que entraba a la cafetería ella me saludaba con una sonrisa de oreja a oreja y alzaba la mano mientras tomaba los pedidos de sus clientes habituales. Me servía lo de siempre, yo me sentaba en mi mesa junto a una de las ventanas, sola. Siempre sola.

Comía leyendo algún apunte y me iba hasta la tienda de ropa, donde un montón de mujeres medianamente adineradas exigían verse como las famosas de la televisión en la alfombra roja y yo hacía todo lo humanamente posible para complacerlas. Eh, no es una tarea fácil, pero hora tras hora de programas de moda me habían dado una amplia idea de cómo favorecerlas. Solían salir complacidas y eso me había concedido un aumento. Pato, la dueña del local, pertenecía a ese grupo de adineradas, fanática de los programas de almuerzos y chimentos, y que siempre tenía el último chisme del mundo de la farándula. No me caía bien, hablaba intentando pasar por porteña aunque era tan cordobesa como había sido mi tío. Pese a eso, siempre le esbozaba una sonrisa, admiraba sus zapatos que parecía cambiar cada mes y escuchaba atentamente sobre la última vedette que se había peleado con alguna actriz medio pelo. Era quien me pagaba, después de todo, y yo era casi una universitaria sin familia viva que pudiese ayudarla.

Yo hacía el turno de la tarde, por lo que me tocaba cerrar la tienda con sus rejas y sus debidos candados, hacer el cierre de caja y luego apagar todas las luces, excepto las de la vidriera. Caminaba diez cuadras hasta mi departamento. Me paseaba mirando las demás tiendas, a veces me desviaba un poco y disfrutaba por algunos minutos del agua chapoteando en la fuente del paseo. Solía estar llena de estudiantes que llevaban sus termos para tomar mates y conversaban entre carcajadas animadas. Nunca me quedaba demasiado tiempo, ya saben, por lo recuerdos. Nunca me acercaba a ellos tampoco, si bien pensaba que se veían amigables. Ya había comprendido que estaba maldita y que la muerte de mi tío había sido un castigo. Perdería a toda persona por la cual sintiese un mínimo de afecto, esa era mi maldición.

A veces me asustaba la velocidad de los hechos. Me preguntaba cómo había pasado de ser una adinerada y caprichosa adolescente en Rawson con el futuro prometido, a aquella joven adulta que vivía en Córdoba con lo justo y necesario, y debía hacer malabares para poder ir a la universidad. Me daba vértigo. Me hacía sentir que bastaba un día para que la realidad se derrumbara y descubriera esa montaña de mierda que me habían asignado por azar. Claro que había comenzado a dudar del azar. Las cosas en mi vida parecían, más bien, predestinadas.

Llegar a mi departamento por las noches se parecía a apagar las luces luego de un funeral. Generalmente intentaba agregar un poco de color a la situación: Limpiaba las superficies, esponjaba los almohadones del sofá y por nada del mundo miraba a la puerta cerrada de la habitación de mi tío.




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