El aire dentro de la villa se había vuelto denso, como si las paredes absorbieran nuestros gritos y los convirtieran en susurros. Corrimos como poseídos, cerrando puertas con golpes secos que resonaban como disparos en el atardecer. Las ventanas chirriaron al ser selladas con tablas improvisadas, cada clavo que martillábamos era una plegaria muda por sobrevivir.
Marco estaba a mi lado, sudando profusamente, sus manos temblorosas intentaban asegurar la última ventana del comedor.
— ¡Rápido, Marco! ¡No tenemos tiempo! — le grité, pero fue entonces cuando lo vi. El vampiro estaba justo en frente de nosotros. Se deslizó desde afuera como un hilo de tinta negra, materializándose detrás de Marco con una sonrisa que partía su rostro. Sus dientes se asomaban demasiado largos y afilados como cuchillas.
— ¡MARCO, DETRÁS DE TI! — chilló Patricia, pero fue demasiado tarde.
El vampiro lo agarró por el cuello con una mano que parecía hecha de hueso y porcelana, levantándolo como si fuera un muñeco de trapo. Marco pataleó, sus ojos estallaban en venas rojas, su boca abierta intentó dar un grito que nunca salió.
— Shhh… — susurró el vampiro, acercando sus labios al oído de Marco y lamiéndolo — Tu miedo sabe delicioso.
Maldito.
Y sin decir más, lo mordió. No fue un ataque limpio. Fue una carnicería. Los colmillos se hundieron en la yugular de Marco, desgarrándola como papel mojado. La sangre brotó a borbotones, salpicando las paredes, el suelo y nuestros rostros. Marco convulsionó, sus manos arañaban el aire, buscando algo a lo que aferrarse. Pero no había nada.
El vampiro lo soltó, y su cuerpo cayó al suelo con un golpe húmedo. Sus ojos aún estaban abiertos, vidriosos, mirándonos… acusándonos.
— ¡CORRAN! — rugió Andrés, arrastrándonos hacia el pasillo.
Corrimos como almas perseguidas por el diablo, pero Felipe tropezó.
— ¡NO! ¡LEVÁNTATE! — le grité, pero ya era demasiado tarde.
Una mano esquelética surgió de las sombras de la tarde tras las escaleras, agarrándolo del tobillo con fuerza.
— ¡ALEXA! ¡POR FAVOR! — Felipe alargó sus brazos hacia mí, con sus dedos buscando desesperadamente los míos.
Intenté agarrarlo. Realmente lo intenté, con todas mis fuerzas. Pero fue inútil. Fallé.
El vampiro lo arrastró hacia él con un tirón brutal. Oímos huesos romperse y la carne rasgarse.
— ¡NO! ¡NO, POR FAVOR! ¡AAAAAAAGH—!
Sus gritos se convirtieron en algo peor, en sonidos húmedos, crujidos y luego silencio.
Y entonces, solo quedamos cuatro.
El sótano olía a viejo, el aire se había vuelto tan denso que cada respiración sabía a polvo y desesperación. Las paredes, cubiertas de estanterías vacías y herramientas olvidadas, arrojaban sombras retorcidas bajo la tenue luz de una lámpara de queroseno que parpadeaba como un corazón moribundo.
Éramos los últimos. Patricia, estaba acurrucada en un rincón, abrazando sus rodillas contra el pecho. Sus ojos, vidriosos y dilatados, seguían repitiendo la misma escena una y otra vez: Alan destrozado, Marco desangrándose, Felipe arrastrado. Su mente se negaba a aceptar la realidad, atrapada en un limbo entre el shock y la negación.
Adriana, en cambio, respiraba con una calma perturbadora. Sus dedos trazaban círculos en el polvo del suelo, dibujando patrones que parecían runas antiguas.
— No tenemos mucho tiempo —, murmuró, alzando la mirada hacia mí. — El vampiro no descansará hasta terminar lo que empezó.
Andrés, pálido pero decidido, asintió. — Necesitamos un plan. Algo que nos dé una ventaja.
Adriana habló. — Andrés y yo somos los que más sabemos de esto. Podemos crear distracciones… darle razones para perseguirnos, mientras cuidamos nuestras vidas. — Hizo una pausa momentánea — Mientras tanto, tú, Alexa, debes ir a buscar a Santiago. Él es el único que sabe cómo sellar al vampiro.
El peso de sus palabras me aplastó. — ¿Y Patricia?
Adriana miró a la mujer temblorosa.
— Ella se queda aquí. El sótano está protegido, el vampiro no podrá entrar.
— Es nuestra única opción —. Andrés se acercó, colocando una mano en mi hombro.
Lo sabía. Pero eso no lo hacía más fácil. Patricia, al escuchar su nombre, alzó la cabeza.
— No… no me dejen… por favor…
Su voz era un hilo de terror, tan frágil que podría romperse con un soplo. Adriana se arrodilló frente a ella, tomándole la cara entre sus manos. — Escúchame, Patricia. Debes quedarte quieta. No hagas ruido. No importa lo que escuches… no abras la puerta.
Patricia asintió, pero sus ojos decían otra cosa. Decían que ya se había rendido.
Adriana se levantó, sacando algo de su bolsillo, un viejo amuleto.
— Toma esto. No es mucho, pero podría darte unos segundos.
El amuleto de plata pesaba en mi mano como un recordatorio de lo poco que teníamos para defendernos. Adriana lo había entregado con solemnidad, como si fuera nuestra última bala en una batalla perdida. Pero antes de poner en marcha el plan, una idea tardía cruzó por mi mente.
— Antes que nada... — Mis palabras resonaron en el sótano, cortando el silencio cargado de miedo. — Sé que es un poco tarde para preguntar, pero... ¿alguien tiene un celular?
Andrés parpadeó, como si la pregunta lo sacara de un trance. Comenzó a palpar sus bolsillos con urgencia, vaciándolos en un acto de desesperación. Monedas, un pañuelo arrugado, llaves, pero nada más.
— No lo tengo... — murmuró, frunciendo el ceño. — Creo que lo dejé sobre la mesa del comedor.
Mi mirada se volvió hacia Adriana, quien ya revisaba su propio pantalón y chaqueta con movimientos frenéticos.
— Es extraño... — Sus dedos se detuvieron, vacilantes. — Yo tampoco tengo el mío.
Un celular. La herramienta más básica, la solución más obvia. Y ninguno lo tenía.
Patricia, todavía acurrucada en el rincón, levantó la cabeza al escuchar la conversación. Sus ojos, aún empañados por el terror, se encontraron con los míos.