Esperé, agazapada en la fría humedad del sótano, hasta que los primeros gritos rasgaron la tarde. Adriana y Andrés habían cumplido su parte. El sonido de cristales rompiéndose y metales retorciéndose retumbó en la distancia, mezclado con aullidos que no eran humanos. El vampiro había tomado el cebo.
Con un último vistazo a Patricia, quien seguía temblando en su rincón, los ojos perdidos en el vacío, me impulsé hacia la estrecha ventana. El marco de metal oxidado me arañó los brazos al trepar, pero el dolor era nada comparado con el terror que latía en mis venas.
Afuera, el mundo se estaba oscureciendo. El sol agonizaba en el horizonte, tiñendo el cielo de un anaranjado que parecía derramarse sobre los árboles como sangre. Y sin pensarlo corrí.
Mis pulmones ardían, mis pies golpeaban el suelo lodoso con un ritmo desesperado. Sabía demasiado sobre vampiros para tener esperanza, el sol no los mataba, solo los irritaba. Años alimentándose de vísceras humanas los habían vuelto inmunes, convirtiéndolos en depredadores perfectos. Y para rematar, disfrutaban del juego. De la persecución. Del momento en que su presa comprendía que nunca tuvo oportunidad.
Perdida en mis pensamientos, quince minutos después, tropecé con ellos.
Santiago venía caminando, con Tifanny a su lado, la niña sonreía, inconsciente del infierno que dejábamos atrás, sus manos llenas de flores silvestres y dulces del pueblo.
— ¡Tifanny! — grité, abrazándola con fuerza. Su pequeño cuerpo cálido era el único consuelo en aquel paisaje de pesadilla.
— Nos tardamos porque quiso probar todo en la tienda — explicó Santiago, pero su voz se quebró al ver mi rostro. — ¿Qué pasó?
Le contuve la verdad a medias, bajando la voz para que Tifanny no escuchara, Alan, Felipe y Marco muertos, Andrés y Adriana posiblemente igual con el vampiro suelto. Sus ojos se endurecieron como piedras.
— No podemos llevarla de vuelta ahí — susurré, mirando a Tifanny. — Pero tampoco podemos abandonar a los demás.
Santiago no tardó en decidir: — Huye con ella. Yo iré por los otros.
Asentí, pero entonces el bosque gritó. Andrés irrumpió entre los arbustos con su rostro descompuesto en un grito mudo. Lo habían seguido.
El terror se apodero de mí. Detrás de él, moviéndose con la elegancia grotesca de un felino sobrenatural, el vampiro emergió detrás de él con ojos que brillaban como carbones encendidos. Su boca, manchada de rojo, se curvó en una sonrisa que mostraba sus colmillos sedientos.
— ¡NO! — chilló Andrés, tropezando contra las raíces de un árbol.
El vampiro lo atrapó antes de que cayera. Su mano lo agarro sobre su rostro. Levantándolo como si no fuera nada.
— Corriste bien... — susurró el vampiro — Pero a mí me gusta más cuando forcejean.
Sin dudarlo actuó. Sus colmillos se hundieron en el cuello de Andrés, desgarrándolo sin piedad. La sangre salió, salpicando al vampiro, que cerró los ojos, extasiado. Andrés pataleó, pero ya no se pudo hacer nada por él.
No pude evitar mirar. Pero a Tifanny sí le cubrí los ojos, apretándola contra mi pecho para ahogar sus gritos.
— ¡NO MIRES! — le rogué, aunque los alaridos de Andrés seguían llenando la tarde que se estaba convirtiendo en noche.
El vampiro dejó caer el cuerpo sin vida y nos miró directamente.
— Uno menos. — Su voz era dulce, como miel envenenada — ¿Quién sigue?
Santiago estaba estupefacto, pero no traía consigo nada que pudiera ir en contra del vampiro, todo estaba en su casa. El mundo se redujo al sonido de nuestras pisadas frenéticas contra la tierra, al jadeo desesperado que quemaba mis pulmones. Santiago corría a mi lado, con Tifanny aferrada a su espalda como un pequeño animal asustado, sus manitas blancas de miedo enredadas en su ropa. El vampiro nos seguía con pasos lentos, deliberados, como un gato seguro de que su presa no escaparía.
— La presa ansiosa es más deliciosa — susurró su voz desde las sombras, helada y melodiosa, como una canción de cuna mortal.
Tifanny enterró su rostro en la espalda de Santiago, pero sus sollozos eran imposibles de silenciar. El terror le recorría el cuerpo en temblores visibles. Y justo cuando sentí que las garras del vampiro rozaban mi nuca, el aire se cortó en dos. Una figura irrumpió frente a nosotros con la velocidad de un relámpago, forzándonos a detenernos en seco. La tela roja como sangre recién derramada ondeaba tras él, como alas hechas de tormenta y crepúsculo.
Su sonrisa fue un destello de blancura perfecta contra la oscuridad que nos perseguía, sus colmillos afilados salvajes eran promesas de muerte. Pero en lugar de miedo, un alivio vertiginoso inundó mi pecho. Era otro vampiro, era — Lysandro
— Te advertí que no te fueras sin mí — dijo, tomando mi mano con la familiaridad que atravesaba los años. Su tacto era frío, pero en ese momento, era el único ancla en medio del caos. — ¿Ves por qué siempre te digo que me hagas caso?
Era Mi amigo. Mi número 1. Mi vampiro.
El otro vampiro, nuestro perseguidor, se detuvo unos metros atrás, su rostro antes burlón ahora tenso bajo la luz de la luna que se asomaba.
— Lysandro — escupió el nombre como si le quemara la lengua.
Lysandro giró hacia él, soltando mi mano con suavidad antes de interponerse entre nosotros. Su postura parecía relajada y casi descuidada, pero cada fibra de su cuerpo vibraba con una amenaza silenciosa. Era como si estuviera hecho de acero templado, a punto de ser desenvainado.
— Este territorio es mío, hermano. Y esa humana — dijo, señalándome con un leve movimiento de la cabeza sin apartar la mirada del intruso — es mi invitada.
— ¿El hijo del general Vadislav? — replicó Lysandro, con una media sonrisa torcida —. ¿No te enseñó modales tu padre? Si una vaca salta el corral y pisa terreno ajeno, no significa que ahora le pertenezca.
¿Vaca? ¿Acaba de llamarme vaca?
Tragué mi orgullo. No era el momento para reclamarle su forma de hablar. Ya sabía que entre vampiros, los humanos no somos más que ganado: alimento, propiedad y placer. Lysandro me lo había explicado antes. Había intentado prepararme.