Era difícil poner en palabras lo que significaba Lysandro, sobre todo ahora. No era completamente vampiro, pero tampoco era humano. Era algo intermedio, un ser atrapado entre dos mundos, condenado a no pertenecer del todo a ninguno.
Lo conocí en los días previos a mi graduación del colegio, en mi pueblo natal, cuando el mundo aún parecía simple y mis preocupaciones no iban más allá de los exámenes finales y qué vestido usaría para la fiesta de fin de año.
Una tarde, en la finca de mi abuela, una gallina escapó del corral. Sin pensarlo, corrí tras ella, adentrándome en el bosque sin darme cuenta de lo lejos que había ido. Las ramas me arañaban los brazos, el suelo húmedo crujía bajo mis pies, y el aire olía a tierra fresca y hojas secas. Allí lo encontré, una figura solitaria junto a la quebrada, bajo la sombra de un viejo árbol.
Al principio, pensé que era un cadáver. Estaba tan delgado que sus huesos se marcaban bajo la piel cetrina, como si el tiempo lo hubiera ido consumiendo poco a poco. Su ropa, gastada y desteñida, parecía fundirse con la corteza del árbol. Mientras lo observaba, de la nada, sus párpados se abrieron.
Un par de ojos color ámbar, brillantes como el atardecer, se clavaron en mí. Y en ese instante, sentí que me atravesaba el alma.
— ¿Estás bien? — pregunté, acercándome sin pensar.
Ahora que estaba más cerca, podía ver que no era más que un joven, quizá solo unos años mayor que yo. A pesar de su estado demacrado, había algo en él... algo hermoso y trágico, como una flor marchita que aún conserva su perfume.
— Estoy esperando mi muerte — susurró, con una voz tan suave que casi se perdía entre el murmullo del agua.
Sus palabras me helaron.
— ¿Por qué? — me arrodillé a su lado, ignorando el barro que manchaba mis jeans. — ¿Quieres que te ayude?
Movió la cabeza lentamente en señal de negación. Cada gesto parecía dolerle.
— Ya no quiero vivir. He estado en este mundo demasiado tiempo... y no me queda nada. Movió la cabeza lentamente en señal de negación. Cada gesto parecía dolerle.
Nada.
Esa palabra resonó en mi pecho como un latido perdido.
No entendía bien sus palabras. ¿Cómo alguien podía rendirse así, dejándose consumir por la tierra húmeda como si ya no le quedara nada por vivir? Inclinándome un poco más hacia él, con el corazón apretándose en mi pecho, le dije: — Aunque la vida sea difícil, vale la pena vivirla hasta el final.
No quería creer que estuviera esperando la muerte allí, abandonado, como si su existencia no tuviera ningún valor. — Si no tienes una razón, déjame ayudarte a encontrar una.
Él rió, cansado, como el susurro del viento entre las hojas secas. — Te diré algo que quizás no creas, pero escucha hasta el final.
Por supuesto que no me iría. No podía dejarlo allí, solo y derrotado.
— Soy un vampiro. —Sus palabras cayeron como piedras en un lago tranquilo, perturbando la realidad que creía conocer. — Uno de los más antiguos. Al principio, todo era diversión. La eternidad era un juego, y los humanos, juguetes. Pero con los siglos... me di cuenta de que no tenía lazos con nadie —. Una sombra cruzó su rostro, marcando arrugas invisibles de una soledad que había cargado durante siglos. — Los otros vampiros eran egocéntricos, obsesionados con su propia inmortalidad. No había camaradería, solo rivalidad y sangre. Y los humanos... Los humanos tenían vidas cortas, pero intensas. Vivían cada día sabiendo que podía ser el último. Amaban, sufrían, soñaban... mientras yo solo existía.
Movió su mano con dificultad, sus dedos temblorosos estaban buscando algo entre los pliegues de su ropa gastada. Finalmente, sacó un pequeño frasco de vidrio, cuyo contenido oscuro brillaba débilmente bajo la luz filtrada de los árboles.
— Mi orgullo no me permitía que otro vampiro acabara conmigo. Así que... busqué otra salida. — El frasco parecía pesar más de lo que sus fuerzas le permitían sostener. — Hubo un hechicero, hace siglos, que creó una poción para convertir vampiros en humanos. Pero no era un regalo, era un arma. La poción no solo te transforma en humano... te despoja de todo tu poder, lentamente, por días, mientras un dolor insoportable te devora por dentro. Al final, mueres, sin alma y sin nada.
Su mirada estaba perdida con los recuerdos que contaba
— Era mi única opción. Y aquí estoy... esperando mi final.
Su historia sonaba absurda. Demasiado fantástica para ser cierta y demasiado trágica para ser mentira. Pero algo en su voz, en la forma en que sus ojos dorados reflejaban siglos de soledad, me hizo creerle. No era miedo lo que sentía al escuchar su confesión. Me transmitía lástima, curiosidad, y una extraña conexión que no podía explicar.
— ¿Y si te ayudo a encontrar una motivación? ¿A morir... dignamente?
Sus cejas se alzaron, sorprendido.
— ¿Cómo podrías hacer eso?
— No lo sé — admití, mirando hacia el bosque que nos rodeaba —. Pero ¿qué tal si le damos una oportunidad? Si tanto envidiabas a los humanos, déjame mostrarte ese mundo antes de que te vayas.
Una risa suave escapó de sus labios, sonó algo esperanzada. — Es increíble que me creas... y más increíble aún que no me temas. — Sus ojos se perdieron en el cielo, donde las primeras estrellas comenzaban a aparecer. — Pero ya es demasiado tarde. Aunque me gustaría... estoy destinado a morir.
Era cierto. Si su historia era real, no había vuelta atrás. Pero luego, como siempre, mi mente hizo de las suyas.
— ¿Quieres beber mi sangre?
El vampiro se quedó inmóvil. — ¿...Qué?
— ¿Por qué no pruebas mi sangre? — insistí, como si estuviera ofreciéndole un vaso de agua y no mi vida. — Si de todas formas vas a morir, al menos podrías tener una buena sensación antes de irte. Quizá te haga sentir mejor.
Era una idea ridícula. La más ridícula de todas las que había tenido.
Pero así era yo. La mayoría de mis decisiones eran estúpidas. Era capaz de los actos más insensatos, solo por no ver sufrir a otro.