El estruendo del vidrio estallando cortó la noche. Vadislav atravesó la ventana de la camioneta con sus garras, arrancando al conductor de su asiento como si fuera un peluche. El hombre quedó suspendido en el aire, sus pies pataleando inútilmente mientras la sangre comenzaba a brotar de su cuello.
Me desespere, se supone que debía permanecer callada pero el corazón humano es traicionero e impulsivo. — ¡LYSANDRO! — Mi voz rasgó la noche, desobedeciendo toda lógica de supervivencia.
A kilómetros de distancia, su sombra se detuvo y miró hacia mí. Comprendiendo mi preocupación.
Fue más rápido que el viento, más rápido que mi pulso acelerado. Apareció junto a la camioneta destrozada justo cuando Vadislav hundía sus colmillos en la yugular del conductor. La sangre salpicó por toda su ropa. Al ver a Lysandro, Vadislav arrojó al hombre contra el asfalto con un gruñido de dolor. Sus manos se aferraron a su propio pecho mientras una red de venas negras comenzaba a extenderse bajo su piel.
Algo andaba mal.
— Parece que bebiste del vaso equivocado, — dijo Lysandro, con una calma aterradora.
El vampiro comenzó a retorcerse como un insecto clavado en un alfiler. Sus gritos ya no eran de triunfo, sino de una agonía que hacía temblar la tierra.
— ¡AAAAAHHRGH! ¿Qué... qué me hicieron?
Corrí hacia ellos, con Tifanny en mis brazos. Lysandro me interceptó en medio camino, no lo vi moverse, solo sentí el vacío en mi estómago cuando nos elevamos por los aires, y nos depositó junto al vampiro convulsionante.
Vadislav yacía ahora boca arriba, sus ojos inyectados en sangre mirando al cielo con odio.
— ¿Qué es… esto? ¿Qué… me hicieron? — escupió, con la boca llena de un líquido negro que no era sangre.
No había tiempo para explicaciones. Deposité a Tifanny en los brazos de Lysandro y corrí hacia el conductor que era Santiago, el cual, ya se incorporaba tambaleante junto a la camioneta. Su cuello sangraba, pero sus ojos estaban claros.
— ¿Estás bien?
Se tocó la herida con dedos temblorosos. — Creo que sobreviviré.
Detrás de nosotros, Lysandro observaba —. No perdió tanta sangre. Estará bien.
Pero Vadislav no lo estaría. Nunca más.
El vampiro dio un último espasmo, sus miembros retorciéndose en ángulos imposibles, antes de quedar inmóvil. Su piel comenzó a agrietarse, como porcelana bajo un martillo, y de las fisuras emergió un humo negro que olía a azufre y a menta podrida. La poción estaba haciendo efecto.
Lo que el vampiro no sabía, lo que nunca podría haber imaginado, era que Santiago llevaba la muerte corriendo por sus venas. La poción letal, esa misma que una vez convirtió a Lysandro en humano, ahora se mezclaba con su sangre, convirtiéndolo en un cebo envenenado perfecto. Este plan era arriesgado.
Si Vadislav bebía demasiado, si succionaba hasta la última gota antes de que la poción hiciera efecto, Santiago moriría desangrado. Mis manos temblaron mientras preparaba la mezcla horas antes, observando cómo Santiago la ingería sin vacilar. “Confío en ustedes”, había dicho.
— No le pasará como a ti, ¿verdad? — le pregunté a Lysandro, viendo cómo Vadislav se retorcía en el suelo.
El miedo me corroía por dentro. ¿Y si la combinación la sangre de Santiago y la poción creaba algún efecto impredecible? ¿Y si Vadislav, en lugar de morir, se transformaba y quedaba como Lysandro?
Lysandro apretó los dientes — No lo sé. Pero no lo permitiré.
Con un movimiento fluido, dejó a Tifanny en mis brazos y se acercó al vampiro agonizante. Vadislav apenas podía hablar, sus labios formaban maldiciones silenciosas mientras la poción consumía su esencia desde adentro.
— Tienes suerte. — murmuró Lysandro, agarrándolo del cabello con una mano mientras la otra se posaba en su mandíbula. — No sufrirás tanto como ellos.
Y entonces, con un tirón seco, le arrancó la cabeza.
El sonido, de ese crujido húmedo, de vértebras rompiéndose, me hizo retroceder. Mi corazón se aceleró hasta doler, pero después de todo lo visto, después de los cuerpos mutilados, las sonrisas ensangrentadas y los ojos vacíos de mis amigos, ya no era la misma persona que temblaba ante el horror.
— Debemos quemarlo — dijo Lysandro, arrojando la cabeza al suelo junto al cuerpo que aún se convulsionaba. — Por si acaso.
No discutí. Ninguno de nosotros quería a un monstruo resucitando en la noche.
La hoguera crepitó bajo la luna, las llamas estaban lamiendo la carne de Vadislav con un apetito voraz. Sentí un olor dulzón, como carne quemada mezclada con azufre, llenó el aire. Y así, entre chispas y cenizas, la maldición que se llevó a Alan, a Patricia, a Marco, a Felipe, a Adriana y a Andrés... finalmente terminó.
Al amanecer, mientras los primeros rayos del sol bañaban la carretera, la realidad mundana se impuso.
La policía llegó con preguntas y cuadernos, sus rostros incrédulos pero resignados cuando repetimos la historia ensayada: Un asesino en serie. Sí, nosotros escapamos porque fuimos al pueblo. No, no vimos mucho. Santiago lo hirió y huyó.
Los testigos estaban improvisados. El dueño de la tienda, la enfermera que vendó a Santiago, confirmaron nuestros movimientos. Mentiras convenientes sobre cimientos de verdad. Todos aceptaron la explicación ¿Qué más podían hacer?
Los titulares al día siguiente hablaron de una tragedia, de jóvenes universitarios masacrados por un loco fugitivo. Nadie mencionó vampiros. Nadie buscó colmillos en las sombras.
Regresé a casa con Tifanny aferrada a mi mano, su inocencia protegida por historias inventadas. Pero en mi pecho, la verdad pesaba como un ladrillo. Los recuerdos de mis amigos, sus risas, sus sueños truncados, me seguían en cada habitación vacía. Pero al mirar a Tifanny, al verla viva y ajena al horror, un pensamiento me consoló: Al menos a ella la salvé.
Tres semanas después de la hoguera que consumió a Vadislav, el sueño se convirtió en un lujo que ya no podíamos permitirnos. Fue un grito desgarrador el que nos alertó. El de Santiago. Se estaba quedando en mi casa para ayudarlo a superar el trauma.