Muchas cosas pasaron después del primero de septiembre:
La electricidad cesó.
Los relojes de cuerda se detuvieron.
El musgo comenzó a crecer por todas partes.
El silencio se apoderó del mundo.
Los satélites cayeron como lluvia.
Y la historia del hombre quedó en el pasado.
Pero, ¿qué sucedió ese día? Nadie lo supo.
Nunca hubo una alerta. Nadie dijo: «Los humanos se extinguirán hoy», así que solo pasó como sucede cualquier cosa. ¿Que si lo esperamos? Jamás. Despertamos pensando que sería un día normal, y para cuando dio la tarde ya todos se habían asfixiado sin razón aparente.
Sí, como si de repente todo el oxígeno del mundo desapareciera.
Pero el oxígeno estaba allí. No había desaparecido. Se trató de que «algo» ocasionó que los habitantes de la ciudad presentaran severos problemas para respirar. Causó desesperación e histeria. Miedo y agonía. Así, después de tan solo unos segundos todos parecían gusanos que se retorcían en el suelo.
Ese día del incidente —como suelo llamarle— me salvé gracias a mi padre. Tengo vagos recuerdos sobre esto, pero sé que con sus últimas fuerzas logró encerrarme en el sótano de nuestra casa, en donde me desmayé por el miedo. Al despertar tenía puesta una máscara de gas y la cabeza hinchada de dudas.
En cuanto salí en busca de mi familia solo encontré cadáveres en las calles, en los establecimientos y en cada rincón de la ciudad.
Todos habían muerto.
No entendí cómo era que había sucedido. En verdad creí que no quedaba nadie más que yo, hasta que encontré a los Seis.
Fue tres semanas después del incidente al abandonar mi ciudad natal porque se había quedado sin luz eléctrica. Los Seis eran un grupo de sobrevivientes. El grupo estaba conformado por personas de diferentes ciudades que al igual que yo no le hallaban explicación a la muerte de la humanidad.
Terminé viviendo con ellos. Para ese entonces era una niña asustada, débil y desesperada; una persona incapaz de sobrevivir por sí sola. Y aunque no conocía del todo a esas personas e incluso desconfiábamos los unos de los otros, intentamos iniciar una nueva vida.
Claro, si era que a eso se le podía llamar «vida».
Hicimos muchas cosas durante el primer año. Encendíamos la televisión esperando encontrar señales de vida en otras ciudades o países, pero no había programación, tampoco radio, ni mensajes, ni señales, nada. Lo único que había eran millones de cuerpos descomponiéndose, millones de malditos cadáveres emanando olores nauseabundos.
También viajamos a otras ciudades, pero en todas encontramos lo mismo: cadáveres. Cuerpos que después de seis meses reposando al aire libre, aún se mantenían en un casi perfecto estado.
Al terminar los viajes estuvimos seguros de que éramos los únicos sobrevivientes.
Con el pasar del tiempo lo confirmamos pues no llegó nadie más.
Éramos siete personas en el país, siete personas que de día intentaban llevar una vida como si nada hubiera pasado, pero que de noche lloraban a escondidas mientras pensaban en el suicidio como una vía rápida para huir de lo inexplicable.
Las noches en ese mundo despoblado eran incluso más frías. Perder a todas las personas fue una pesadilla. Ver la ciudad repleta de cadáveres era todavía peor. Y parecía absurdo, pero aunque los humanos fuesen el mayor peligro para la tierra, esta era nada sin ellos.
Tuvimos que aceptar la realidad:
Nos quedamos completamente solos.
Así que pasé meses sentada frente a una de las ventanas de la casa en donde habíamos decidido alojarnos, dedicándome a mirar el cielo mientras me preguntaba cómo había sucedido aquello, y cómo era que nosotros siete seguíamos con vida.
Poco a poco caí en la depresión. Me convertí en una muchacha callada que casi nunca entablaba conversación con alguna otra persona del grupo. Hablaba nada más que para preguntar lo necesario, agradecer por la comida o instruirme en alguna tarea.
Aprender lo básico de la supervivencia fue indispensable. Gracias a Dan, policía e integrante de los Seis, entendí cuán necesario era el uso de la gasolina para nosotros. También me enseñó cómo era el manejo de nuestra pequeña central eléctrica a base de energía eólica, la que usábamos para seguir teniendo una vida más o menos parecida a la que habíamos perdido; e igualmente me enseñó a elegir enlatados que duraran mayor tiempo, y de qué forma abrir cualquier auto por más cerrado estuviera.
Y así pasó el primer año.
Cuando llegó el segundo, los Seis comenzaron a morir.
Inició en octubre, para ser específica. Fue repentino y muy extraño. Los veíamos bien una noche y al día siguiente encontrábamos sus cuerpos sin vida. ¿Cómo sucedía? Ni siquiera lo sabíamos, porque sus cuerpos inertes no se parecían a aquellos que habían muerto por asfixia.
Diana, la bioanalista, falleció primero. Tenía cuarenta años. Aunque se pasó casi la mayor parte del tiempo encerrada en su habitación realizando análisis, lo más relevante que nos dijo fue que la naturaleza presentaba un cambio un tanto alarmante; que el color natural de las plantas se había transformado en un tono opaco, y que las hojas de los árboles habían adquirido un matiz rosáceo bastante curioso. Además de eso nos advirtió que de la tierra estaban surgiendo raíces de un tamaño enorme y anormal, y que aquello era inexplicable.
Ella murió el primero de octubre de 2020.
Susy, una anciana, nos dejó después. Fuerte, decidida y muy inteligente. Se aseguró de mantenernos cuerdos sin recurrir a las mentiras. Murió el primero de noviembre de ese mismo año sin aportarnos nada importante sobre el suceso.
De tercero siguió Dan, mi instructor. El hombre al que le debía mis conocimientos adquiridos durante el tiempo de soledad. El policía más noble que había conocido, una compañía que, al irse, le sumó otro vacío más a mi alma.