Asfixia

4

No supe cuándo ni cómo pasó, pero al abrir los ojos ya no estaba en el fondo de la grieta.

 Me sentía exhausta y mis movimientos eran lentos. Un tanto adormilada, parpadeé repetidamente para poder aclarar mi visión. Vi un techo o eso me pareció. Apreté con fuerza los ojos y volví a abrirlos.

Ladeé la cabeza, confundida. Estiré los brazos y tanteé la suavidad que había debajo de mí y de mis palmas. Me encontraba recostada sobre alguna cama. ¿Mi cama? No, no podía ser posible porque aquel no era mi techo, no tenía la maravillosa vista al cielo. Entonces, desorientada, analicé mi entorno con detenimiento: luces blancas, paredes grises y...
¿aparatos clínicos?

Me incorporé de inmediato. Estaba en una camilla y lo que había a mi alrededor era una habitación blanca y vacía separada de otra por un gran cristal. Fruncí el ceño y observé mi cuerpo. Tenía puesta una bata de hospital, un dedo conectado a algo y para mayor sorpresa varias vendas en el hombro izquierdo.

Me fijé en el enorme cristal separador detrás del cual me observaban.

¿Me observaban?

¡Me observaban!

Ahogué un grito y sin comprenderlo aferré la mano a las sábanas de la camilla. Abrí los ojos de par en par, estupefacta. Podía ser un sueño o quizás una alucinación producida por la caída dentro de la grieta, pero, ¿aquello realmente había sucedido?

No estaba segura de qué había pasado y qué no, porque ahora dos personas me observaban a través del cristal. Y eso sí que debía de estar imaginándolo. Cerré los ojos en un intento desesperado por aclarar mi realidad, pero al abrirlos ellos seguían ahí, todo seguía ahí.

Imaginé que podía estar dentro de un sueño muy profundo. Tenía que despertar o salir de esa alucinación, así que por tercera vez apreté con fuerza los párpados, pero cuando los abrí continuaba en el mismo lugar.

No era capaz de creerlo.

Un hombre y una mujer.

Ahí.

Frente a mí.

Vivos.

Respirando.

Moviéndose y sosteniendo libretas.

Desconecté lo que había en mi dedo y bajé de la camilla. Mis pies descalzos hicieron contacto con el suelo. No estaba frío, pero mis dedos se contrajeron advirtiéndome que todo era real, que tocaba un verdadero piso. Con cuidado y un poco de desconfianza avancé hacia el cristal. Me detuve frente a ellos, taciturna, observando a través de la transparencia y delgadez del vidrio.

Eran personas, individuos reales. Una repentina e impulsiva oleada de emoción y temor hizo que no reconociera si lo que sentía era alegría o miedo.

Después de que sus manos se movieran por encima de las hojas en las que hacían anotaciones, sus miradas se fijaron en mí.

Por primera vez en tres años, alguien me miraba.

En los ojos del hombre había duda, pero también un escaso brillo de fascinación, como si nunca antes hubiera visto a alguien como yo. La mujer lucía más como una muchacha; y aunque
era notable que tenían edades diferentes y que sus pieles eran muy pálidas, ambos vestían batas médicas.Ella se inclinó hacia adelante y acercó la cabeza a algo que no identifiqué.

—¿Hablas español?

Su voz resonó en toda la habitación. Asentí con la cabeza, dubitativa. Se mantuvo inclinada mientras apuntaba en su libreta.

—¿Nos puedes decir tu nombre? —inquirió con detenimiento.

—Drey —respondí con voz temblorosa.

—Tu nombre completo, por favor.

—Audrey Moretti, pero siempre me han dicho Drey.

—¿Cuántos años tienes? —preguntó. Sonaba amable.

Atribuí las preguntas a la necesidad de crear un archivo médico.

—Dieciocho —contesté.

No dijo más, se enderezó y anotó algo en la libreta al igual que el hombre a su lado.

—¿Ustedes...? —solté por impulso. Ambos alzaron la mirada hacia mí—. Están vivos.

—Claro que sí, Drey —respondió ella mecánicamente después de inclinarse por segunda vez—. Tenemos varias preguntas para ti, y si cooperas todo será muy fácil de aclarar.

—De acuerdo —murmuré, nerviosa.

Pasó un minuto de entero silencio.

—¿Quién te envió hasta acá? —inquirió la mujer con tranquilidad.

Los dos aguardaron, interesados en mi respuesta. No entendí por qué razón me hacían esa pregunta. ¿Quién podía enviarme? ¿Y enviarme de dónde hacia dónde?

—¿Quién me envió? —manifesté con desconcierto hundiendo el entrecejo.

—Recuerda que si cooperas será más fácil —añadió la mujer.

Sus cejas eran finas, sus dientes tenían una tonalidad amarillenta y me miraba como si tuviese que reaccionar ante algo. Bajé la cabeza y fruncí el ceño. No comprendía la pregunta, por lo tanto, no sabía cómo responderla.

—Nadie me envió —confesé—. ¿A qué se refieren?

Ellos se observaron y se dijeron algunas palabras que no pude escuchar. Poco después, cuando asintieron con la cabeza y pareció que habían dejado claras las cosas, la mujer se inclinó de nuevo para hablarme y preguntó:

—¿Sientes dolor en este momento?

—No.

—Muy bien, Drey. ¿Estás segura de que no quieres decirnos quién te ha enviado hasta acá? —volvió a indagar.

—No sé a qué se refieren —declaré.

—Gracias.

No entendí, pero después de eso ambas personas se dieron vuelta y se alejaron, desapareciendo. Eso me confundió más. No quería que se fueran, sino que se quedaran, que me hicieran más preguntas y me explicaran en donde habían estado durante todo ese tiempo.

Descubrí entonces que no estaba tan asustada, sino un tanto emocionada. Había entablado una conversación con otro sujeto dando buenos resultados. Había cumplido, después de un año y sin ningún problema, con la estructura básica de la comunicación, de las relaciones sociales, del lenguaje verbal. Adaptarme sería pan comido, acoplarme a la vida que había perdido y que recuperaba, no me costaría trabajo.

Me di vuelta para estudiar mejor el lugar. Me fijé en que mi hombro estaba en recuperación y que tenía una sutura en la barbilla. Debían de ser buenos médicos, pero, ¿por cuánto tiempo había estado inconsciente?



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En el texto hay: juvenil, distopia, ciencia

Editado: 05.12.2019

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