Asier

Capítulo 7. Lo bueno de un divorcio

Will

 

—Pareces muy emocionado. ¿Por qué estás tan contento? William, te estoy hablando.

Papá me tocó la mano con la punta del tenedor. Era un hombre joven a pesar de sus cuarenta y siete, con un poco de canas en el pelo y babar —que, para mejor, estaba perfectamente arreglada, algo que no hacía desde hacía mucho tiempo—. Sus ojos tampoco decían mucho.

Cenar con él era muy diferente a otras veces que estábamos los tres juntos. Compartíamos risas, alguna que otra broma en la mesa.

Echaba de menos a mamá cuando hacía sus comentarios sobre el señor Brown… que, por casualidades de la vida ahora era su nuevo novio.

—¿Saliste hoy? Veo que te has recortado la barba. 

Arrinconé una col de Bruselas y se la metí en la boca. La carne estaba jugosa, y nada mejor para acompañarla con vino tinto. Papá guardó silencio mientras escuchaba el sonido de los cubiertos cortando la carne.

—Fui una entrevista de trabajo. —Al oírle decir eso, levanté la vista muy despacio: —Empiezo a trabajar la semana que viene.

—¿Desde cuándo? —Casi me atraganto.

—Me encontré con un viejo amigo. Tenía una vacante en su oficina. Le ayudaré con el papeleo y esas cosas.

—¿Quieres ser su secretario? ¡Papá!

—Sólo por ahora. Además, está esperando a que uno de sus empleados se jubile el mes que viene, y me ha ofrecido el puesto.

—Pero por qué no esperas hasta entonces.

Paró los cubiertos.

—Necesito distraer mi mente. No me hará ningún daño tener que hacer algo diferente.

Callado, irresoluto y sin entusiasmo. Ese era mi padre ahora, el desamor se lo había complicado todo. Si esta búsqueda de trabajo hubiera sido hace años, habría exigido el trabajo que quería, y no se conformaría con menos.

—Trabajas en finanzas —mastiqué despacio y bajé la mirada—, pero si es lo que necesitas, está bien.

Volví a mirarle y le dediqué una media sonrisa. Era su proceso, no el mío, que apenas estaba a medias.

—No hay nada de malo en ver cómo es de antelación este trabajo. Entonces podré pensar si aceptar la oferta o no. También hay trabajo que hacer en esta casa… Aprovecharé para conseguir a alguien que nos ayude.

La forma en que me hablaba era bastante cuestionable. No iba a ir en contra de sus decisiones. Me había puesto en su lugar, aun así... el dinero no era lo que necesitábamos. Era más un encuentro personal. Siempre me lo decía.

—Mira, hijo —sabía—. Sé que ya debería retirarme. Pero estar aquí tampoco me hace bien, por ahora. Déjame trabajar un par de años más y entonces tendré tiempo para mí.

—No lo hagas por ella. Mamá lo decidió por sus propias razones.

¿No es estúpido dar consejos a tu padre cuando ni siquiera los aplicas tú mismo?

Lo sé.

—No quiero que esto te afecte. Yo tampoco entiendo por qué decidiste venirte a vivir conmigo —sonaba bastante apaciguado—. Tenías una vida hecha allí. ¿Por qué venir aquí?

Ahí está. Ahora lo ves.

—Porque me preocupas.

Porque no quería decirle que yo estaba pasando por lo mismo. Y mi preocupación era la misma que la suya.

Alva había roto conmigo después de más de ocho años de relación, donde si veía una vida con ella, pero todo eso se había ido por el desagüe. No lo entendía.

Mi padre tocio un poco y se río.

Éramos dos personas sentadas una frente a la otra, con un poco de dolor compartido que no era nada comparado.

—Ya soy un hombre mayor, hijo.

Nuestra desesperanza envolvía el comedor. Entre aquellas paredes de madera, donde el olor del bosque es distinto al de cuando estás en un piso que te ahoga no sólo con el olor a desinfectante y el aire pesado de los residuos de los coches, en medio de un espacio ruidoso.

Sólo quería paz y tranquilidad.

—Te he comprado algunos materiales —se limpió la boca con la servilleta y arrastró la silla hacia atrás—. Tengo que irme a descansar. Espero que no te importe que deje esto en la cocina.

—Yo me encargo. Gracias por la cena, papá.

Me sonrió, recogió los platos y se dirigió a la cocina; y antes de subir, se detuvo en el pasillo.

—No te quedes despierto, por favor. Mañana esa leña no se cortará sola.

Le dediqué una sonrisa, terminé lo que me quedaba de cena y seguí bebiendo hasta acabar mi botella de vino. Así hasta terminar sentado en la mecedora del porche. Minutos antes, mis pies recorrían lentamente el pasillo, como un ladrón en mi propia casa. Para poder entrar en la habitación, y alcanzar un par de lienzos que mi padre había dejado a los pies de la cama.

La noche estaba siendo muy tranquila. Alva debía de estar por allí.

Antes de marcharse, al menos se dignó a decirme que se iba fuera del país. Esperaba que le fuera bien.




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