Aster

Una princesa confinada

Sus pequeños ojos eran iluminados por la emoción, y por aquella única vela en aquel pastel individual con crema color amarillo.

—Vamos, princesa, pida su deseo al dios del sol, Solleyl —susurró una suave voz a su lado. Elvira.

La mujer le dedicaba la más dulce de las sonrisas, y ella no pudo evitar imitarla.

Cerró los ojos y juntó sus manos, pensando con todas sus fuerzas su deseo.

Deseo que mis papás me quieran...

Pensó y pensó, una y otra vez.

Mas, podía ser pequeña, pero no tonta.

Cuando abrió los ojos, sopló la vela, y Elvira soltó una felicitación.

—Feliz cumpleaños, princesa. Ahora tiene oficialmente 8 años.

Su sonrisa flaqueó, mas no dejó de sonreír.

—Y bien, ¿Qué deseó?

Separó sus manos y abrazó fuertemente a su niñera, quien, para evitar que su pastel se derrame, levantó los brazos sobre la menor.

—¡Desee que me dejes de llamar princesa!

Los ojos de Elvira se abrieron con sorpresa.

—¿De verdad es eso lo que pidió?

—¡Por supuesto!

Con un poco de esfuerzo, puso el pastel a un lado, y levantó a su princesa en sus brazos, abrazándola devuelta.

—En ese caso, sus deseos son órdenes, mi pequeña señorita.

La sonrisa en sus labios volvió a aparecer...

La escena fue arruinada por unos gritos desde el exterior de su habitación, y unos pasos apresurados.

Elvira, preocupada, la dejó en el suelo con cuidado y caminó hacia la puerta. Cuando la abrió, detuvo a una de las criadas jóvenes que se encontraban en el castillo, para preguntarle porqué tanto alboroto, todo mientras una pequeña princesa se escondía detrás de su falda, alzando la cabeza para poder ver.

Nerviosa, la criada tartamudeó, hasta que logró formular:

—La señora está muerta.

Los músculos de Elvira se tensaron, y cuando se dio la vuelta para ver a la menor, esta ya había salido corriendo en dirección a la habitación de su madre.

Corrió tan rápido como sus piernas de niña lo permitían, esquivando con facilidad a los sirvientes que corrían o caminaban a diferentes lugares, sin siquiera darse cuenta de ella.

Finalmente, dobló una esquina, encontrándose con aquella puerta que siempre se encontraba cerrada y temía atravesar, abierta.

Ralentizó el paso.

Dudó si llamarla.

—... ¿Mamá?

Ella no lo entendía. ¿Qué era esa cuerda? ¿Por qué su madre estaba en el aire?

Nadie la notó.

Nadie se dio cuenta de la presencia de aquella pequeña niña, quien observaba a su madre con confusión e inocencia.

Desde detrás de ella aparecieron unas manos, tapándole los ojos, y un suave sollozo se pudo escuchar. Lo reconoció rápidamente.

—¿Elvira?

Su niñera hizo que se diera la vuelta, y, dándole la mano, caminó hacia afuera de la habitación, evitando que la menor volviera a ver la escena.

—Vamos, mi señorita... Aún nos falta celebrar su cumpleaños—murmuró Elvira.

Poco tiempo después fue que entendió por completo lo que le había pasado a su madre, y solo unos días  más tarde, ella estaba vestida de negro, en una tarde extrañamente lluviosa para recién haber empezado otoño, frente a una gran caja bien adornada.

Todas las personas le presentaban sus condolencias, mas no pudo sentir empatía de parte de ellos. Ninguno decía la verdad, y ella lo sabía. En su manera de actuar, hablar, e incluso, unos pocos atrevidos, sonreír.

No lloró.

Nadie lloró, pero tampoco le importó.

Su madre no era cercana a nadie, ni siquiera a su propia hija. Las únicas veces que ella la veía, su madre estaba furiosa, lanzándole cualquier objeto con tal de alejarla y lastimarla. Por eso dejó de ir a verla. Elvira siempre le daba noticias de su madre, pero realmente no le importaba.

Asteri no sentía ningún afecto por su ella. 

Estaba atónita, si, pues nunca esperó que algo así fuese a ocurrir.

Fue esa misma tarde en la que conoció a su hermano mayor.

Él se había acercado a ella, extendiéndole un pañuelo con una pantera negra bordada. No pudo evitar notar que parecía haber sido hecho por un principiante, ya que estaba bastante mal hecho, pero no dijo nada al respecto.

Alzó la mirada hacia aquel chico rubio que le ofrecía el pañuelo. Sus manos estaban vendadas, y tenía una expresión que ella no podía descifrar.

Lo pensó unos segundos, pero recibió el pañuelo, un poco confundida.

El joven chico se inclinó ligeramente, y se retiró.

No entendía la intención de aquel pedazo de tela, hasta que una gota corrió sobre sus mejillas.




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