Iván.
París, Francia. Una semana antes:
Mi vida había pasado tan lentamente en estos últimos años que a veces me cuestionaba su propósito. Sucedieron tantas cosas, tantos infortunios tras su partida, que estaba convencido de que me había convertido en un hombre maldito. Los acepté todos, incluso me autocastigué a mí mismo por haberla dejado escurrirse de mi vida y haber sido un tonto. Sí, es cierto que muchos en mi lugar habrían actuado de la misma manera, pero, ¿qué hace uno cuando comete un error garrafal y reconoce que tiene toda la culpa?
Yo me arrepentí tantas veces de no haberle dado la oportunidad de explicarse. Repetía una y otra vez que, de haberlo hecho, habría descubierto en ese preciso momento que no se trataba de ella. Aunque la verdad es que preferí creer que su desconcierto e ignorancia no eran más que una parte de su juego de verme la cara de idiota.
Un juego que nunca existió. Al menos no de su parte.
La frialdad del cuero del volante abrazaba la palma de mis manos. Sonreí sin sentirlo; durante los últimos años, conducir se había convertido en el único momento de paz en mi vida, un magnífico lapso de tiempo en el que se me permitía reflexionar. Doblé la esquina de la avenida para adentrarme en el centro comercial. Dubois y yo teníamos pactada una reunión en este lugar a la que no podía faltar y decidí llegar con tiempo de antelación. Salí del auto, cruzando a través de las personas que caminaban en el estacionamiento al aire libre. Suerte, porque detestaba el hedor del humo de escape, característico de los aparcamientos techados.
Un sonido proveniente del interior de mi chaqueta, indicaba que tenía una llamada entrante. Llevé la mano hasta el bolsillo para sacarlo y ver el nombre de Eric en la pantalla.
—Eric —murmuré mientras emprendía mi camino hasta el segundo piso.
—Clark le ha negado la inversión a Vlad —informó del otro lado de la línea, como si el dato le picara en la lengua.
Me detuve en seco e incliné mi cuerpo hacia adelante, soltando un sonoro silbido. Necesitaba esa buena noticia, porque cada una de sus derrotas era mi oportunidad de recuperar mi empresa.
—¿Alguna buena noticia de parte de Dubois?
—Faltan veinte minutos para nuestra reunión —dije mirando el reloj en mi muñeca—. Tranquilo, Eric, ya me aseguró que había convencido a su hermano —intenté tranquilizarlo, volteando la cabeza hacia la vitrina de una joyería a mi lado. Un colgante diminuto de plata con un dije en forma de sol que se encontraba en exposición captó mi atención.
—Bien, tenemos que lograr que firmen. Ese será nuestro único respaldo si las cosas salen mal en Bespoke Fragance.
No quería ni pensar en la posibilidad de que algo saliera mal.
—Haré todo lo que esté en mis manos para recuperar el control de mi empresa. Puedes estar seguro de eso.
—Bien, nos vemos mañana entonces.
El eco de mis pasos inundó el silencioso interior de la joyería. Un característico olor a madera pulida y algo cítrico, invadió mis fosas nasales, probablemente del limpiador usado en los mostradores. Eché un vistazo a las vitrinas, de donde provenían luminosos destellos de los colgantes y anillos. Parecían estrellas diminutas atrapadas en un universo foráneo.
Sentí la mirada expectante de la vendedora sobre mí, alcé la vista en su dirección y le sonreí, notando cómo la rigidez en mis facciones se suavizaba.
—Buenas tardes, señorita. ¿Me permite ver el colgante que tienen en exposición? El de adorno con forma de sol —expliqué, acercando la mano a mi cuello para enfatizar a qué me refería.
—Enseguida, señor.
Esperé unos minutos mirando los demás artículos en oferta mientras la chica iba por el pedido. Un barullo en el exterior atrajo mi interés.
—¡Pero quiero verlo! —exclamó la pequeña voz.
Miré hacia la entrada, donde una señora de unos 50 años, con el rostro ligeramente enrojecido y varios mechones de cabello castaño alrededor de su rostro, cargaba varias bolsas de compra. Sus ojos, velados debido al agotamiento, se posaban con súplica sobre el niño que la acompañaba. Aunque no podía ver el rostro del pequeño porque estaba de espaldas, su tono de voz proclamaba la molestia que albergaba tan pequeño cuerpecito.
—Ya le dije que lo llevaré en cuanto me desocupe, pero primero, debo terminar la compra.
—Se irán —volvió a protestar.
—No lo harán; terminaré antes, se lo prometo.
Al niño no le quedó más remedio que asentir y, con una actitud muy infantil, se cruzó de brazos y siguió a la mujer.
Niños —pensé, poniendo los ojos en blanco al mismo tiempo que la mujer se acercaba con la joya, envuelta en un pañuelo de terciopelo negro.
—Aquí tiene, señor. Es una joya muy fina de plata esterlina, con un diseño detallado —explicó, mientras abría el envoltorio y me lo tendía. Lo tomé y examiné el diseño del adorno—. El diamante que lo adorna es de 0.03 quilates. ¿Es para su esposa?
Apreté los dientes y bajé la cabeza para no mirarla mal. Ya había “aprendido” a lidiar con este tipo de situaciones a lo largo de estos cinco años. Las personas no tenían la culpa de lo que se había convertido mi vida. Siempre la misma pregunta cada vez que me acercaba a una prenda de mujer en una tienda. Este era mi karma, y no me quedaba de otra que soportarlo.