Atado a ti

Capítulo 2: Amigos

Iván.

Actué antes que mi cerebro pudiese procesar y con paso apresurado —casi corriendo— lo seguí. El sonido de mis zapatos golpeando el pavimento resonaba en mis oídos mientras corría detrás de él. Mi respiración se volvía errática cada segundo que no lograba llegar a él y un sudor frío comenzó a descender por mi espalda. Intenté llamarlo unas diez veces, con ninguna probabilidad de que volteara a verme. ¡Claro, si no conocía su nombre! «Oye, niño», bien podría ser cualquier persona de este lugar. No tuve más remedio que correr para alcanzarlo y levantarlo en peso cuando su cara toda asustada percibió el camión que se aproximaba.

El muchacho soltó un sollozo. Sus manos, pequeñas y temblorosas, se aferraron a las solapas de mi saco. Su aliento cálido golpeaba la piel de mi cuello y el olor a caramelo de su cabello impregnaba el aire entre nosotros. Me acerqué a la puerta del conductor y di varias palmadas con fuerza para que abriera.

—¿Por qué demonios no hay nadie guiándote la entrada? —Espeté cuando el conductor descendió del camión.

—Yo solo llegué y decidí entrar al no ver a nadie. Tengo mucho que hacer hoy.

Estuve a punto de hablar cuando una chica de unos veintitantos años se acercó, vistiendo el chaleco de guardia de seguridad con el nombre del establecimiento.

—¿Es usted quien se supone debía guiar a este señor?

—Sí, ¿qué hay con eso? —dijo ajustando su gorra para verme la cara.

—¿Qué hay con eso? —repetí—. Este hombre casi atropella a este niño y nadie lo estaba guiando. Se supone que es su trabajo.

La mujer miró al chico que no despegaba su rostro lloroso de mi cuello y luego de vuelta a mí.

—Usted debería supervisar mejor a su hijo —se atrevió a decir con arrogancia.

—Este niño no es mi hijo, y está solo —dije, y él cruzó su brazo alrededor de mi cuello, casi asfixiándome. Lo solté un poco para hablar—. Ya sea mi hijo o no, usted no estaba en su puesto de trabajo, y no la exonera de su culpa si le llega a pasar algo.

Miré de reojo al conductor, quien le hacía señas a la mujer para que se callara. Solté una exhalación y me alejé de ellos con el niño en brazos. Necesitaba calmarme, esto no tenía caso. La chica, ahora con un repentino cambio de actitud, me tomó de las mangas del saco y suplicó:

—Por favor, señor, no se queje con mi jefe. Mire, ya tengo dos amonestaciones y si le llega una tercera, pierdo el empleo. No puedo perderlo.

—Entonces será porque usted no sirve para este tipo de trabajo —miré el reloj—. No tengo tiempo ahora, pero si me vuelvo a encontrar con una falta suya en este lugar, tenga por seguro que haré que la echen.

Asintió, dejando de lado su actitud altanera de antes. Me alejé de ellos y evadí el disturbio al localizar unos bancos cerca de nosotros. Tomé asiento y dejé al niño sobre mi regazo, con la mirada al piso y aun sollozando. Pasé la palma de mi mano por su rostro, pegajoso por las lágrimas.

—¿Estás bien? ¿Por qué estás solo? —No me miró, se encogió de hombros y murmuró.

—Yo solo quería verlo de cerca y dejé a Lorie allá —dijo alzando su dedo en dirección al mercado. Luego me miró por fin y, al ver sus ojos, algo dentro de mí se conmovió. Su rostro me resultaba tan familiar.

—¿A dónde querías ir? —Pregunté con la voz cortada. Esta vez, levantó la mano indicando en la dirección opuesta, hacia una van ambulante que vendía artículos de béisbol. Reí para mis adentros y negué con la cabeza.

—Lo que hiciste está mal, lo sabes, ¿verdad? —Asintió—. Esa señora debe estar muy preocupada por ti. Vamos.

El chico me tomó de la mano para caminar a mi lado hacia el mercado. En el mismo instante en que la señora llegó en una carrera y se aproximó, abrazó al muchacho con alivio reflejado en su rostro. Me lanzó una mirada para nada discreta, y así permaneció unos segundos, escaneándome hasta las neuronas, hasta que el pequeño se separó un poco de su abrazo y, enojada, lo regañó.

—No vuelva a hacerme eso. ¿Qué hará su madre si se entera de que lo perdí, ah?

—Perdona, Lorie.

Lorie asintió y mandó al muchacho con el hombre que la acompañaba.

—Gracias por encontrarlo, señor —se refirió a mí, pero mi mirada seguía al muchacho que se encontraba de pie al lado del hombre.

—No solo lo encontré. Le salvé la vida a ese niño. Así que mejor, la próxima vez que salga con el muchacho tenga seis pares de ojos sobre él, porque me temo que no estaré cerca, y ahí sí, ¿qué hará su madre cuando usted regrese y le diga que su hijo tuvo un accidente?

La señora abrió los ojos como plato y negó con horror. Supongo que imaginando la idea que le había planteado.

—Una vez más, gracias. Por encontrarlo y salvarle la vida.

Me dio la espalda para marcharse cuando el chico cruzó por su lado en mi dirección. Se detuvo a un minúsculo paso de distancia, levantó y clavó sus ojos en mi rostro y, con una sonrisa en los labios, extendió la mano en mi dirección. Su voz aniñada y sedosa cortó aquel instante de silencio.

—Mamá dice que debo hacer amigos con las personas que me ayudan. ¿Amigos?




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