Summer
París, Francia. Una semana después.
Perdí todo. A mi madre, al amor, la ciudad donde viví toda mi vida. Me marché dejando atrás un montón de sueños rotos. Mi vida se hizo añicos en cuestión de días y yo sin saber por qué. Se podría decir que hui de mi realidad, pero ella no quiso darme la cara a tiempo. Una realidad que puso en duda todo lo que soy, de dónde vengo, y una vida que no fue más que una farsa que creí mía. Me lamenté durante meses, sufrí al punto de, a veces, cuestionar mi existencia.
Solo el hecho de imaginar su carita inocente me mantenía a flote.
Cinco años no han podido borrar mi dolor, mi vida, y por más que lo he intentado, no he podido olvidarlo a él.
—¿Perdida en tus propios pensamientos? —La voz gruesa y calmada de Nathan hizo que dejara de mirar a la nada detrás del ventanal de cristal de mi oficina. El cuero de mi silla chirrió suavemente cuando volví a ocuparla mientras Nathan se acomodaba frente a mí, esparciendo en el aire leves rastros del perfume almendrado que siempre lo acompañaba.
—¿Qué tenemos para hoy?
—Ya están registradas las piedras para la próxima colección.
—¿Ya informaste a Nico?
—No. Él pidió que te informara directamente sobre este asunto —se acomodó en el asiento e, inclinándose un poco hacia adelante, indagó por enésima vez—: ¿Cuándo vas a creerte todo lo que has logrado?
Agaché la mirada. Nathan era un hombre excepcional. Era el abogado de confianza de Nico y se encargaba de todos los aspectos legales de la empresa desde que murió su padre. Junto a su hermano, administraba el bufete de abogados de la familia Mercier, aquí en París.
Cuando llegué a la ciudad, era un cuerpo sin alma. Todo fue a peor al recibir la llamada de Nana para aclararme la situación: que la confusión de Iván se debía a que, de la nada, me había surgido una hermana gemela, Ivy. Gemela o no, él no confió en mí, ni siquiera me amó.
Pasé un mes encerrada, casi al punto de perderme, hasta que un buen día, Paola, la esposa de Nico, entró en mi habitación y me puso los puntos sobre las íes. Casi llego al punto de una anemia severa por no comer adecuadamente; mi Max no merecía eso. Con la ayuda de todos, dejé de ser una mujer que sufría en cada rincón y me convertí en una madre, aunque mi hijo aún no había nacido. Estudié por los ambos, porque él solo me tendría a mí y por nosotros me convertí en la mujer que soy ahora.
Seguí sufriendo, pero en silencio.
Fue allí, en el intento por comenzar una nueva vida, cuando noté la presencia de Nathan, aunque según él, ya había notado la mía desde que llegué. La verdad, no lo recuerdo. Comentó una vez que moría de curiosidad por la chica que lloraba en cada rincón de la casa, y a quien todos intentaban consolar. Vuelvo y repito, no recuerdo haberlo visto durante esos días, hasta que, una tarde al volver de consulta, se acercó a mí en el jardín. Desde ese día se convirtió en un gran amigo y, aunque habían sucedido cosas especiales entre nosotros, no había logrado que mi corazón olvidara el amor que un día fue y quedó arraigado dentro de mí.
—¿De veras he logrado algo? —Inquirí. A pesar de todo lo bueno que me había sucedido en estos años, conservaba una herida abierta por un pasado no resuelto.
Se levantó de su asiento y abrió los brazos a ambos lados de su cuerpo al tiempo que miraba a su alrededor.
—Mira todo esto, Sum. También te pertenece —negué. Eso no era del todo cierto.
Caminó hasta mí y me puse de pie. Sus manos acogedoras, cernidas sobre las mías, transmitían una paz que, aunque momentánea, me servía de consuelo. Y sus ojos, con esa mirada gris y la sonrisa que todas desean, analizaron los míos.
—Olvida el pasado, Sum, vive el presente. Sabes que estoy dispuesto a todo por ti y por tu hijo.
Dejó un beso cálido sobre mis labios, pero eso no me contuvo de advertir.
—Lo he intentado, Nathan, sabes que lo he hecho, pero…
—¡Shhh, shhh, shhh! Ya sabes lo que pienso al respecto. Mejor vamos a casa, que a Pao no le gustará que nos retrasemos precisamente hoy.
—¿Y Max?
—Ya lo recogió su abuelo —reí por la forma en la que pronunció las últimas palabras.
Nathan se burlaba de Nico por su impaciencia al querer ser abuelo, y el no poder esperar a que su hijo de 19 años le diera sus propios nietos. Rodeé los ojos, abrí el primer cajón de mi escritorio y saqué dos carpetas. Una era de trabajo, y la otra, el último informe del investigador. Llegó hacía un mes, pero no había tenido el valor de abrirlo hasta hoy.
—¿Esto es…?
—Sí —respondí al instante.
—¿Qué piensas hacer?
—Comprobarlo.
—Me refiero a qué piensas hacer después de comprobarlo. ¿Vas a ir tras él?
—Solo quiero confirmar mis sospechas —murmuré, sabiendo que, incluso la indecisión que tenía con respecto a mi vida, podía herir sus sentimientos.
Bajamos al estacionamiento y nos subimos al coche rumbo a casa.
El césped húmedo refrescaba mis pies cansados por el trajín del día, y las briznas se enredaban entre mis dedos con una sensación suave y placentera, mientras caminaba descalza por todo el patio trasero de la casa. Podía oír las risas de Max y Nico mezclados con la brisa fresca de las tardes parisinas. Otra vez estaban jugando pelota. «Mamá» —gritó en cuanto me vio y abrí los brazos para recibirlo. Dejé un reguero de besos por su pequeño rostro y lo abracé con fuerza. Recordé lo nerviosa que me puse cuando la señora Lorie me contó lo sucedido en el centro comercial la semana pasada. Casi entré en cólera, y la pobre estaba el triple de alterada que yo, no paraba de pedir perdón.