Summer
El anuncio de que faltaba menos de una hora para nuestro arribo a Nueva York hizo que mi corazón diera un vuelco dentro de mi pecho, sentí la humedad de mis manos y la necesidad de hacer algo antes de ir al departamento. Fui embargada por un extraño presentimiento, como si mi vida pasada me llamara de vuelta, susurrándome secretos que debía desenterrar.
Me despedí de Max en el aeropuerto, enviándolo a casa de Hanna con Celia. Estaba un poco desubicado, la había visto en persona tan pocas veces que no la recordaba.
De camino, observé la silueta familiar de la ciudad desde la ventana del coche. New York se desplegaba ante mí como un tablero de ajedrez. Un futuro cargado de movimientos calculados y estrategias silenciosas que cambiarían el curso de mi vida. Todo podría salir según lo planeado, o, por el contrario, corría el riesgo de salir más afectada de lo que ya estaba.
Hanna estuvo a mi lado en todo el trayecto, con la misma expresión pensativa que yo mantenía. Bajamos del coche y tomé una bocanada de aire, llenándome de una mezcla de asfalto, humo y viejas promesas incumplidas que solo esta ciudad podía ofrecerme. Llevé las manos a cada lado de mi cintura, levanté la cabeza ligeramente, permitiendo que los rayos del sol acariciaran mi rostro.
La puerta de la antigua casa de Hanna se abrió en ese momento, revelando a una pareja joven que salía a pasear a su perro. Ellos levantaron su mano en dirección a nosotras a modo de saludo, y Hanna hizo lo mismo. Yo solo me limité a asentir.
—¿Segura de que quieres estar sola?
Asentí, observando con pesar en mi corazón la puerta de aquella casa.
—Un rato a solas con mis recuerdos, creo que me ayudará —dije acariciando su espalda con cariño—. Anda, ve con Max y enséñale su nuevo hogar.
—Va a morir cuando vea su cuarto de juegos —exclamó, haciendo gestos en el aire con sus manos. Reí, aunque no había visto la habitación en persona. Nana envió fotografías con los pósteres de los jugadores favoritos de Max mientras preparaba todo. La tía consentida se encargó de darle todos sus gustos y lo mejor, es que era una sorpresa para él.
Suspiró a mi lado con preocupación evidente. Volteó a verme, debatiéndose entre sí, debía decir lo que tenía en su cabeza o no.
—Suéltalo ya.
—No se te escapa una, ¿no? —negué.
—Bueno, te lo preguntaré una última vez porque no lo puedo evitar. ¿Estás segura? —Asentí, otra vez—. Nico y Paola…
—Llegan mañana. La reunión con el presidente de la empresa es el lunes a primera hora.
—Entonces, nos vemos en el departamento. Pediré un taxi desde aquí.
Asentí. Se paró de puntillas para dejar un beso en mi mejilla y las palabras «estoy contigo» antes de irse. Abrí la puerta de la casa y entré. Merodeé un poco por el lugar, memorando los episodios más felices que pasé allí. Extrañaba un sitio en particular: la habitación de mamá.
El resto de la casa había sido desmantelado casi completamente, de no ser por los muebles, cubiertos por sábanas blancas. Por alguna razón, le pedí a Hanna y a Celia que no sacaran todas sus cosas de la habitación. Todos los muebles estaban aquí, la misma ubicación en que los dejamos antes de partir por caminos diferentes.
Enjugué mis lágrimas y me acerqué a la mesilla de noche donde todavía se encontraba nuestro retrato cubierto de polvo. Pasé la mano sobre el cristal para limpiarlo un poco, y me dejé caer en la cama mientras las partículas de polvo se adherían a mis dedos, revelando el rostro de la mujer que, en mi mente y corazón, me había dado la vida; y lo único que nos permitía comunicarnos, una mirada cálida y una sonrisa que gritaba cuán viva estaba a pesar de lo que le sucedió.
Y ahora no está.
Y yo he tenido que enfrentar sola la cruda verdad de no ser su hija. Sola sin ella.
Apresé el retrato contra mi pecho y sin poder evitar expresar mi dolor, me deshice en llanto sobre el colchón. Permanecí un rato allí, abrazada a los recuerdos que no quería dejar escapar y que con el tiempo comprendí que sí eran míos. Cada uno de ellos me pertenecía, y cada uno de ellos los viví a plenitud.
Arrastré mis pies hasta el clóset, tanteando entre algunas de las viejas pertenencias que quedaban. Aquel momento insignificante volvió a mi mente, y las palabras de la tía, restándole importancia a la pregunta de qué guardaban en aquella pequeña cajita, también.
La recordaba.
Busqué sin mucho esfuerzo, ya que no quedaba casi nada en aquel lugar; abrí el pequeño cajón que se encontraba al fondo y allí estaba. Jamás tuve curiosidad por saber qué guardaba Alina. No se me pasaba por la cabeza que una mujer tan transparente pudiese guardar algún secreto.
Abrí la caja y saqué varias fotografías. Una vieja foto en blanco y negro de una pareja sosteniendo cada uno un bebé. La señora, de cabello largo y oscuro, al parecer, contemplaba al niño en sus brazos. Era de estatura baja y vestía falda larga de flores estampadas. A su lado, un hombre alto de bigote y cabello espeso, sostenía al bebé que posaba su diminuta manita en su rostro.
¡¿Qué es esto, por Dios?! No quería creer lo que pasaba por mi mente, así que hice la fotografía a un lado y continué esculcando en la caja. Saqué varios papeles de un sobre para carta. Abrí el primero, un certificado de adopción donde estaba escrito el nombre de mis padres biológicos: