Capítulo 1: La Semilla del Odio
Parte I: El Último Aliento
La sangre de un niño de ocho años tiene un olor diferente.
Rosa Morales no sabría por qué sabe esto, si alguien le preguntara. Nadie le pregunta. No porque no haya testigos, sino porque los únicos testigos que podrían hablar son los que también están desangrándose en el piso de concreto de su casa.
Está en el pasillo del primer piso, el que conecta la sala con la cocina, el mismo pasillo donde ha caminado descalza diez mil veces en los últimos tres años. Conoce cada grieta del piso, cada humedad que aparece en las paredes después de las lluvias, cada sonido que hace la casa cuando el viento golpea desde el norte. Pero nunca ha sentido el piso tan frío bajo sus palmas mientras se arrastra hacia la escalera.
Intenta llegar a sus hijos.
Su brazo izquierdo no responde correctamente. Hay demasiada sangre. O quizás no sea sangre. Quizás sea algo más, algo que debería estar adentro pero que ahora está afuera, caliente aún, bajando por su costado en un flujo que no puede detener por más que presione.
Cuántas veces dijo Daniel: "Rosa, descansa. Yo limpio los pisos."
Ella siempre respondía: "Un hombre con las manos ocupadas no puede trabajar bien en el campo."
Daniel trabajaba en los cafetales. Cortaba café desde las cinco de la mañana. Sus manos, cuando llegaba al atardecer, estaban teñidas de rojo por el fruto. Ella las limpiaba bajo el chorro del pozo. Lo hacía cada día. Era un ritual tan natural como respirar.
Ahora sus propias manos están rojas, y el rojo no se va.
Escucha a Carlitos en la habitación de arriba.
El grito no es de miedo. Carlitos tiene ocho años y es valiente como su padre. Es un grito de confusión, el sonido de un niño que no entiende por qué alguien que no es su padre está en su habitación. Por qué ese hombre grande y desconocido tiene un machete. Por qué el machete va hacia su cama.
Rosa intenta gatear más rápido. Su pierna derecha duele de una forma que no tiene nombre. Cuando mira hacia abajo —no debería hacerlo, pero lo hace— ve que la cortada es tan profunda que puede ver cosas adentro que no debería ver mientras está consciente.
Se obliga a mirar hacia arriba.
La escalera está a tres metros. Quizás cuatro. Es como si la distancia se hubiera multiplicado desde el momento en que estos hombres entraron por la puerta trasera sin tocar, sin gritar, como si fueran sombras que cobraran forma de repente.
Carlitos ya no grita.
Eso es lo peor. El silencio es lo peor.
Parte II: En Las Afueras (Dieciséis Horas Antes)
En las afueras específicamente —donde los caminos de tierra se pierden entre cafetales abandonados y la niebla matutina tarda horas en disiparse— existe un tramo de tres propiedades que los lugareños evitan mencionar por nombre. Simplemente señalan con la barbilla en esa dirección y dicen: "Por allá no".
Aquellas casas no compartían mucho con el mundo exterior. El pueblo estaba lo suficientemente cerca de la capital para sentir la presión de lo urbano, pero lo suficientemente lejos para ser un territorio de nadie. En ese tiempo, el mapa del país no lo dibujaba el gobierno, sino las fronteras invisibles de las pandillas. La policía solo patrullaba las zonas "seguras", esas que los políticos usaban para sus campañas y fotos de diario. Pero en las orillas, el uniforme era a menudo solo un disfraz; la institución estaba tan infiltrada que un reporte ciudadano podía terminar directamente en manos del palabrero de la zona. Se decía que en los penales, los líderes gozaban de lujos otorgados por el mismo Estado a cambio de una paz ficticia en las calles, una paz que nunca llegaba a los caminos de tierra.
La propiedad central pertenecía a la familia Morales. Antes de ellos, fue una casa de dos plantas con sótano, construida por un alemán en los años 40 con propósitos que nadie recordaba ya. Su arquitectura era improbable para el clima salvadoreño: muros gruesos, ventanas pequeñas y un sótano que se hundía profundamente en la tierra, como si el constructor hubiera tenido miedo de lo que pudiera suceder sobre la superficie.
Las propiedades a ambos lados fueron compradas casi simultáneamente por dos matrimonios sin hijos: Los Campos y los Rivera. Eran vecinos amables al principio. Se saludaban en el mercado y ocasionalmente compraban café a Daniel Morales cuando los precios estaban bajos, más por cortesía que por necesidad. Eran gente de recursos limitados, pero con aspiraciones ilimitadas.
El problema comenzó no con la envidia, sino con el contraste.
En 2006, Daniel y Rosa Morales compraron la propiedad central con los ahorros de diez años de trabajo duro. Trabajaron cada centímetro del terreno: plantaron árboles frutales, criaron gallinas y revitalizaron el cafetal de media hectárea que Daniel heredó de su padre. Para 2008, los Morales no eran ricos, pero eran visibles. Visiblemente prósperos en un lugar donde la prosperidad era un pecado que se pagaba caro.
Mientras tanto, la sombra caía sobre los vecinos. Los Campos se endeudaron con prestamistas de la capital bajo tasas predatorias del cuarenta por ciento anual. Empezaron pidiendo para reparar la casa, luego para herramientas, y terminaron pidiendo préstamos solo para cubrir los intereses de los anteriores. Los Rivera siguieron un camino más desesperado; Lucas tenía un problema con los dados en las cantinas de los pueblos cercanos. Perdió dinero que no tenía, mientras su esposa, Matilde, apenas ganaba para la comida trabajando como costurera.
Y entonces, cada tarde, veían a los Morales.
Veían a Daniel regresar del cafetal con bolsas de grano que vendería a un precio justo. Veían a Rosa colgando ropa limpia y nueva en el tendedero. Veían a Carlitos, Beatriz y Sebastián jugando en el patio, ajenos al mundo.
La envidia comenzó como una semilla, fermentó y se convirtió en odio puro. Héctor Campos empezó a beber más, quejándose en voz alta sobre cómo "algunos tenían suerte" mientras otros trabajaban el doble por la mitad. Lucas Rivera, en cambio, se volvió silencioso. Observaba. Desde su ventana estudiaba los patrones de la casa vecina: cuándo salía Daniel, a qué hora se encendían las luces de los cuartos de los niños.
Una noche de septiembre de 2008, Héctor llegó a casa de Lucas.
—Necesito hablar contigo —dijo sin preámbulo.
Se sentaron en el corredor de la casa Rivera. El sonido de los grillos proporcionaba la cobertura necesaria.
—Tienen deudas —dijo Héctor. No era una pregunta. —Demasiadas —respondió Lucas. —Yo conozco a gente en la capital. Gente que resuelve problemas.
Lucas supo de inmediato a quiénes se refería. Eran los que operaban en las sombras de San Salvador y se extendían hacia los pueblos cuando había "trabajo".
—¿Qué tipo de problemas? —preguntó Lucas, aunque la garganta se le secó. —El tipo que pagan.
Lo que siguió fue una conversación que ninguno de los dos podría reconstruir después con honestidad. Las palabras vinieron de un lugar tan oscuro que parecían formarse solas.
—La casa de los Morales... —Está vacía los jueves, cuando Daniel va a entregar el café. —¿Cuántos son? —Solo ella y los tres niños. —¿La propiedad tiene valor? —Más de lo que nosotros podríamos conseguir en diez años.
Hubo un largo silencio. Un último latido de conciencia intentó advertirles que esa frontera no debía cruzarse, pero el corazón de ambos ya estaba del otro lado.
—Podría funcionar —dijo Lucas finalmente. —Podría —concordó Héctor. —Los niños... —Lucas dudó un segundo. —Tienen que verlo —sentenció Héctor, o quizás fue Lucas, o quizás fue esa presencia antigua que ya habitaba el terreno—. Tienen que saber que sus padres no pudieron protegerlos.
Editado: 22.12.2025