Si algo llegaba a odiar más que nada en ese mundo, era ver el principio del mar, pero no el final. Odiaba quedarme hasta tarde y presenciar el cambio que tomaban las aguas cuando oscurecía y la calidez perdía; aborrecía que su tentadora tranquilidad me envolviese y me llevase hasta el fondo. La resonancia que emitían las olas era el acompañante perfecto para la soledad tan íntima. Su frío, el amado congelamiento de mi futuro, no abandonaba el deleite de añorar quemarme en los hombros. Su finura era de ensueño, irreal, esplendorosa, sin embargo, si deseabas tener su sabor en el paladar, el agrio gusto que acogía te penetraba y llegaba directo a tus entrañas. Deletéreo era quedarse sentado donde el vaivén de las aguas se conectaba con la arena, y estabas obligado a cerrar los ojos para que las gotas, las cuales saltaban deseando convertirse en pájaros y volar más alto de lo que se permitían a sí mismas, no entrasen a tus ojos y empezaras a llorar, ya que era una de las últimas cosas que pretenderías hacer en presencia de él, el mar. No obstante, por abstinencia de no querer huir cuando la puerta estaba abierta, una de éstas llegó a los ojos y lloró como si no hubiera un hoy ni un mañana. Y es ahí donde deseas convertirte en pájaro y volar, porque ya has visto el final del mar.
Desagradable.