El invierno se acercaba más rápido de lo que yo misma podía darme cuenta, sin embargo, aún no cambiaba el calendario que me había dado la tarea de hacer y colocar tras la puerta de la habitación que, habitualmente, tendía a compartir. Al observar a través de los cristales empañados de un fresco ardiente, veía madres abrigando a sus hijos hasta el cuello, colocándoles sus guantes, bufandas, e inclusive un gorro, todo ello para impedir que el frío ingrese a sus pieles. Después, me dirigía hacia la cama, descalza, con una taza de té caliente en la mano derecha y un libro en la izquierda. Mis ojos no evitaron mirar al suelo, donde donde un pequeño papel yacía doblado a la mitad, arrugado, esperando a ser tomado por mí y hojeado; esa mañana, mientras leía lo escrito durante un largo tiempo, cuando tenía que dejar la taza de té en las manos estremecidas de Kenny, estremecidas porque cuando le iba a ver, éste estaba escribiendo otro papel para dejarlo sobre el suelo nuevamente. Uno diferente cada día.