El amanecer tocó mi ventana con manos etéreas. Los incipientes rayos del sol sedujeron mi atención con premura cuando cruzaron los cristales; perenne, el dulce sonido de la lluvia era el admirable melifluo para ese espectáculo que se dignificaba a sí mismo. Fue un amargo desafío salir de la cama, quería quedarme allí, donde su cuerpo yació noches atrás... Noches que nunca tuve el coraje de contar, porque si lo hiciera, mi descanso sería eterno. Profunda desdicha me provoca saber que no estás aquí, amor mío; la sala de estar de nuestra casa estaba vacía y como niños corríamos a la habitación que compartimos más de una vez. ¿Quién diría que allí uniríamos nuestros corazones con un rompecabezas admirable? Desnudábamos nuestras almas con pequeñas minucias, cuyas palabras habladas ahora permanecen grabadas en las paredes como un estigma inmune al olvido. Las horas se despedían de nosotros y con ellas se marchaba la ropa, dejando a la intemperie una piel que sentía con parsimonia la caricia de tus manos, como si las alas de un ángel le depositaran pequeños besos; la vehemencia de tus roces que exacerbaba una vorágine inconmensurable; la limerencia que nos llevó en cautiverio a un espacio donde solo éramos tú y yo, siendo absolutos, sin contemplaciones. Esa noche, cuando ocupaste el vacío de mi cama, descansé mi cabeza en tu pecho unos segundos antes de romper en llanto, porque sabía con certeza que una vez que te fueras, nunca más sentiría el cosmos, ni en otra piel, ni en otra vida.