Ceres.
A Ceres no le agradaban las fiestas. Muchas veces, prefería quedarse en los jardines de su palacio antes que asistir a una. No le agradaba la idea de estar rodeada por tantos otros dioses que no hacían más que dedicarle miradas de desprecio y sonrisas falsas. Pero a ésta fiesta no podía faltar, no podía dejar ni a Helia y ni a Selien solos. Al igual que todos los participantes de su plan, Ceres tenía una misión. Su único trabajo era mantener a Mercurio distraído.
Mercurio.
Hace días que no lo veía. La última vez que habían estado juntos, habían abusado del vino y él había intentado besarla. Ceres no entendía por qué no intentó apartarse de él. Antes de eso, Mercurio había estado algo distante y Ceres había temido lo peor. Pensó muchas veces en ir a buscarlo, pero siempre terminaba descartando esa idea. Después de todo, ella no era nadie para recriminarle en qué o con quién pasaba su tiempo. De todos modos, lo vería más tarde. Aún faltaban un par de horas para el atardecer, momento en que comenzaría el Baile de Máscaras.
Ceres se incorporó de su cama y se dispuso a tomar un baño. Llenó la bañera hasta arriba y se sumergió en ella. Repasó el plan una y otra vez, cada movimiento, cada desafío que podría haber en el proceso y cada consecuencia que tendría.
Cuando salió de la bañera, se envolvió en una bata para volver a su habitación en dónde se encontraría con dos de las chicas que la ayudaban a prepararse para esta clase de eventos.
- Estamos listas para comenzar, señora — sonrió Messor, mientras acomodaba algunos productos sobre el tocador.
Probablemente, prepararse era lo más exhaustivo a la hora de asistir a una fiesta. Messor y Vervactor le sugerían todo tipo de peinados, por lo que podría pasar horas sentada frente al tocador viendo todas las opciones que tenía a su alcance. Como no quería eso, optó por ondular su cabello para luego recogerlo a un costado. Luego, comenzaron con el maquillaje. Estaban aplicándole sombras cuando alguien llamó a la puerta.
- Señora, — sonó la voz de Promitor una vez dentro de la habitación — el señor Mercurio ha llegado.
- ¡Pero si aún falta más de una hora para el baile! — exclamó la diosa.
- Eso le dije, pero él insistió.
¿Qué es lo que pretende?
- Está bien, — suspiró Ceres — pero avísale que tendrá que esperar.
Cuando Promitor se marchó, las ayudantes siguieron con lo suyo. Cómo su vestido poseía tonos oscuros, su maquillaje sería sencillo, a excepción de sus labios. Para ellos escogió un tono rojo oscuro como el vino.
Lo único que faltaba era probarse el vestido. Lo sacó de la bolsa en la que estaba y lo contempló durante unos instantes. Había seguido el consejo de Eris y había optado por otro color que no fuese el verde pálido.
El vestido era entallado y de escote pronunciado, y poseía tonalidades negras como la noche que degradaban en un verde esmeralda pasada la altura de las rodillas. Bajo la luz de las velas, parecía brillar. Cuando entró en él, se ajustó perfectamente a su cuerpo.
- Creo que ya estoy lista — anunció a las chicas. — Muchas gracias por su ayuda. Por favor, díganle a Mercurio que bajo en un instante.
Cuando se marcharon, Ceres se dejó caer sobre su cama.
¿Qué estoy haciendo?
Ella sabía que lo que iba a hacer lastimaría a Mercurio. Después de todo, todo lo que había surgido entre ellos había ocurrido gracias al plan. Después del baile, ella saldría de su vida definitivamente. Ya no tendría que aceptar pasear con él por la Tierra, ni tendría que aceptar sus lecciones de piano. La sola idea de ya no estar con Mercurio le afligía, pese a que no quería reconocerlo, pero tampoco podía hacerse la idea de que algún día algo pudiese ocurrir entre ellos. Tomó su máscara, se introdujo en sus zapatos, y se dispuso a bajar a su encuentro.
Mercurio se encontraba de espaldas envuelto en un traje blanco. Al parecer, ella no era la única que había optado por un cambio de atuendo. En cuanto se volteó, observó detenidamente a Ceres, provocando que las mejillas de la diosa se encendiesen. Cuando quedaron frente a frente, el dios suspiró.
- ¿Y? — preguntó Ceres, expectante, mientras extendía sus brazos.
- Vaya… — suspiró nuevamente. — Te ves preciosa.
Para evitar que sus mejillas se sonrojasen más de lo que ya estaban, Ceres cambió de tema.
- ¿Por qué llegaste tan temprano?
- Dijiste que querías que fuésemos caminando.
- Pero el Palacio del Sol no queda lejos y aún falta para… — planteó confundida al ver la inminente sonrisa en el rostro de Mercurio. — ¿Qué te sucede?
- Te tengo una sorpresa — soltó sin más.
¿Sorpresa?
Desde uno de sus bolsillos extrajo una pequeña caja de terciopelo azul. Se lo veía un tanto nervioso mientras la abría, algo poco común en él. En su interior se encontraba una cadena plateada y junto a ella, un dije. Era pequeño, pero cuando Ceres se acercó, advirtió que era una flor. Una caléndula.
- En uno de nuestros paseos, te di una flor igual a ésta — comenzó — y desde mi ignorancia, la arranqué de la tierra, condenándola a una muerte imperiosa. Pero tú la salvaste, le diste otra oportunidad. Luego de eso, volví a la Tierra y anduve de puerta en puerta buscando algún herrero que me permitiese usar su fragua, en pleno otoño, para crear algo. Fueron muchas las personas a las que visité, pero finalmente conseguí lo que quería, sin embargo, el herrero se rehusó a ayudarme, por lo que tuve que arreglármelas yo solo. Quedé en blanco. Yo sólo sabía que debía de crear algo especial. Fue entonces que recordé nuestro paseo y recordé aquella flor. Pasé días enteros en dicha fragua forjando el dije, imaginando en cómo se vería en ti.
Mientras él hablaba, Ceres había tomado la caja entre sus manos. Sin embargo, ya no era el dije a quién contemplaba. Era a Mercurio, frente a ella, explicando cómo había pasado su tiempo lejos creando con sus propias manos, un regalo especialmente para ella.