Los canales en su televisor retransmitían películas navideñas llenas de nieve y galletas de jengibre, pero él iba sin remera. En su hemisferio del mundo, el mayoritariamente tercermundista, era verano. Hacía un calor de mierda, no paraba de sudar, y el imperialismo seguía empeñado en meterle muñecos de nieve y felicidad invernal por doquier.
No soportaba a los yanquis y sus aires de superioridad. No soportaba que ojos ajenos se posaran sobre su piel curtida y desviaran la mirada. Tampoco soportó más los chillidos de la rubia malcriada que yacía bajo su cuerpo, desnuda y atada.
Con los villancicos de fondo, empuñó su cuchillo.
Y la mató.