Atlas

Tu niño

Ojos abiertos. Silencio.

Los cerrás. La risa de un niño.

Hay muchos pasillos. Pasillos largos y pasillos cortos. Con giros y rectos. Luminosos u oscuros. Llenos de puertas o con apenas dos, a modo de simple transición, de pasaje vago y sinsentido. Pero cada pasillo es importante. Tenelo muy presente.

Ahí va de nuevo la risa del niño. Cuando todo es negro, él te inunda de luz, ¿verdad?

Y seguís caminando, aunque perdieras el mapa, el Norte, la capacidad de llorar. Vas demasiado rápido, a veces, y otras apenas rozando el suelo con la punta de la nariz. En algunos pasillos las rodillas te tiemblan, las manos sudan y la espalda pesa; o tal vez sea el corazón. No estás seguro porque no ves con claridad: esos pasillos son demasiado oscuros y estrechos. Tambaleás, las paredes casi chocan entre sí y sentís ganas de lanzar a la mierda toda esa mismísima mierda que durante meses no te dejó conciliar el sueño. Es como la comida que uno se olvida en la heladera: se pudre, contamina, envenena. Y hay que deshacerse de ella.

¿No vas a dejar de caminar nunca? ¿No pensás sacarte la venda de los ojos? No, claro que no. Porque perdiste el mapa, el Norte, la capacidad de llorar. Con los ojos cerrados seguís escuchando la risa del niño, lo único que te aliviana un poquito el corazón. Lo repetís una y otra vez hasta hacerlo carne, ansiando (ilusamente) convertirte en un poderoso hechicero y materializarlo. Desde cada cabello hasta la punta de los pies.

Lo recordás todo de él, ¿verdad?

Entonces recordarás su afición a cazar y derrotar dragones. Era todo un príncipe valiente de brillante armadura por aquellos días. ¿Te acordás cómo entraba el sol de la tarde por los grandes ventanales? ¿El reflejo cálido sobre el piso de madera? ¿Sus ojitos achinados de tanto reírse, brillando con la intensidad de no uno, sino mil soles? Y cuando asestaba el golpe final, y el dragón se retorcía y gemía hasta caer inerte a sus pies, entonces ahí se giraba hacia vos y reía. Reía loco de felicidad. De esas risas que ablandarían hasta un iceberg. Has llegado a enfocarte en lo estridente y chillón de aquellos alaridos, no lo niegues. Pero tranquilo: a todos les pasa. ¿Ahora sos capaz de ver la felicidad apenas visible, adyacente al dolor de cabeza? Te habría gustado encontrarla antes, lo sé. Pero tranquilo nuevamente: es algo que repito y repito y jamás me prestan atención. Si aliviana tu consciencia, adjudiquémoselo a la especie humana por entero, ¿qué te parece?

Sí. Tu niño derrotó, contra todo pronóstico, novecientos noventa y nueve dragones. ¿No es algo de lo que ya estar orgulloso? ¿Cuáles eran las probabilidades de vencer al número mil? Otro error tristemente humano: dar por sentado que lo fuerte permanecerá por siempre fuerte.

Igual que vos. Creías que eras fuerte, ¿verdad? Conseguiste todo lo que siempre quisiste, hasta que te arrebataron lo que más amabas. Y no pudiste encontrar al culpable en ninguna parte para señalarlo y escupir sobre él toda la mierda acumulándose adentro tuyo. No pudiste deshacerte de ella, y poco a poco te fue pudriendo, contaminando, envenenando. Como la comida que uno se olvida adentro de la heladera.

Echaste a todos de la casa llena de pasillos, cosa de que a nadie se le ocurriera sacarte la venda de los ojos. Preferís morir antes que dejar de oír la risa de tu gran pequeño. Y como no sabés quedarte quieto, como nadie te enseñó a mantener la calma dentro del silencio, seguís caminando. ¿No ves lo patético de la situación? ¿Por qué no admitís que la venda no está ahí por amor sino para negarte tu propia debilidad? Podés transitar los mismos pasillos una y otra vez hasta el hartazgo, pero alternar un pie delante del otro no es avanzar. Sólo estás yendo en espiral por un bucle infinito de egoísmo y destrucción.

Te está devorando. El brillante futuro ideal que tanto anhelabas, ese que sólo supiste valioso cuando ya no era posible, ¿lo seguís viendo con claridad? El prado verde esmeralda, poblado de flores como pequeñas motas arcoíris, junto al lago de aguas cristalinas. El cielo azul sin nubes, el sol vivo e intenso, y debajo de él, una pareja ya madura de amor, afianzada en los cimientos de la vida, viendo a su adorable hijo corretear de aquí para allá con una espada en mano muy convencido de estar matando feroces dragones. Es una pena que el dragón más grande, el más cruel y oscuro, el de las fauces más abiertas, y también el más omnipresente y silencioso, acabara con la vida del valiente príncipe de brillante armadura. Pero ese fragmento de la historia sigue encerrado bajo llave en una de las tantas habitaciones a las que ya no sabés cómo entrar. Y yo, aunque sea por ahora, voy a dejarte seguir viviendo en la feliz ignorancia. Ya ves que se me ha calumniado y vilipendiado desde el comienzo de los tiempos sin motivo aparente. Yo no quito ni otorgo. Soy un simple mensajero que lleva y trae. Pero los seres humanos nunca lo van a entender. Después de todo, no soportan no tener a quién señalar para escupirle toda su mierda y sacársela de encima.



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En el texto hay: naturaleza, reflexiones, humanidad

Editado: 18.01.2019

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