Atlas

Cuando cerraba los ojos

Cuando cerraba los ojos, ella lo veía todo.

Las imágenes se sucedían como fotogramas delante de los párpados cerrados, materializando así, una vez más, esas sombras del pasado y las incertidumbres del futuro que la abrumaban, la sofocaban y la hacían dudar de toda certeza más o menos sólida del presente. Ella estiraba el brazo y extendía los dedos hasta que todo el cuerpo le dolía, rechinando los dientes y frunciendo el ceño en busca de las ideas y las respuestas que parecían siempre tan cercanas pero que jamás alcanzaba. Como la arena discurriendo entre sus manos, como el viento azotándole la cara: tan palpable e imposible de acorralar.

Cuando cerraba los ojos, ella echaba la cabeza hacia atrás.

Porque así le parecía que podría respirar mejor. Porque pensaba que, de ese modo, las lágrimas acumuladas bajo los párpados cerrados volverían por donde vinieron. Los sonidos son insoportables, y es que son tan silenciosos. No lo tolera. Porque gracias a la somnolencia de las cuatro de la tarde, en esa tarde de julio bajo el sol invernal, las imágenes que ella ve al cerrar los ojos gritan, y susurran, y se agitan y parpadean. Adentro hay tanto bullicio, y afuera está tan calmado. Siente envidia. Ella quiere yacer en reposo como los pastos inmóviles, las aves taciturnas, las nubes perezosas. Ella anhela, desea con todo su corazón, abrir su pecho y su cráneo y permitir, aunque sea una vez, que la paz del jardín entre, la empape y la inunde.

Cuando cerraba los ojos, ella se odiaba a sí misma.

Porque podía reconocer con absoluta claridad la nimiedad infinita de sus problemas, a los cuales descaradamente llamaba problemas. ¿Problemas? Problema es morirte de hambre, nena. No tenés derecho. Exagerada. Siempre la misma historia. ¿Y ellos tenían derecho a juzgar dolores ajenos? ¿Ellos podían abrirle el pecho y el cráneo e inspeccionar cómo era ahí dentro? Aunque lo que sentía, ¿era lo que realmente le pasaba? ¿O sería una condición impuesta por su consciencia? ¿Acaso no pensaría que sentía algo, en vez de sentirlo? ¿Sería ella misma quien se inducía a permanecer en ese estado? ¿Realmente quería salir de allí, como pensaba querer? ¿O era más cómoda la miseria personal? Las sombras del pasado y la incertidumbre del futuro la hacían dudar de toda certeza más o menos sólida del presente. Ya nada era seguro, ni definitivo, ni eterno. Ya no sabía nada. Y se odiaba por haber sido tan incrédula, tan ingenua. Tan plástica. Tan desechable.

Cuando cerraba los ojos, a pesar del dolor, era un alivio. Porque sabía que al abrirlos de nuevo ya no le quedaría nada.

No hay certeza alguna. Y la certeza de su mera existencia no le bastaba. Se veía a sí misma flotando sobre una absoluta transparencia, sus manos vacías, el cuerpo inerme. Nada a lo que asirse. La desesperaba. La aterraba. Si caía, ¿cómo levantarse?

Cuando cerraba los ojos, ella quería quedarse así para siempre. Porque lo veía todo. Porque las lágrimas no caían. Porque el ruido ensordecedor mitigaba su odio.

Debajo de sus párpados, todo gritaba y susurraba y parpadeaba. Pero por encima, sintió el calor del sol impregnándose en su piel. Y por primera vez pensó que, quizás, las imágenes se callarían. Quizá dejaría de flotar. Quizás había otro modo de mitigar su odio, donde no fuera necesario abrir su pecho y su cráneo.

Por eso abrió los ojos. Los abrió, y una simple certeza se volvió tan sólida como el concreto.

La significancia de nuestra existencia, tan rara, confusa y hermosa, era lo único que apenas conocía. Y a pesar de las dudas, de los fantasmas, de los golpes parpadeantes y la luminosidad hiriente, eso, sólo eso, le bastaba para siempre abrir los ojos e intentarlo una vez más.

¿Ves que sonreír no duele, nena?



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En el texto hay: naturaleza, reflexiones, humanidad

Editado: 18.01.2019

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