El cielo estaba repleto de nubes que daban origen a una incesante lluvia descomunal que era acompañada por destellos en el cielo y truenos que daban la sensación de hacer temblar los cristales de las ventanas. La iluminación tenue de las luces eran débiles y palpitaban todo el tiempo. No podía ver mucho y eso era un gran problema dadas las pésimas circunstancias.
Mi pecho subía y bajaba con tanta irregularidad que me costaba respirar. No sabía si iba a morir o si seguiría perteneciendo a la tierra. El dolor en mi abdomen se volvía cada vez más agudo y las lágrimas se resbalaban por mis mejillas sin detenimiento alguno. Sentía que no daba más, sentía que moría. Carecía de fuerzas hasta para mantener los ojos abiertos y tenía frío.
El miedo también estaba presente en el momento y eso era una desventaja para mí. Las manos me temblaban y la herida de la persona que amaba no dejaba de sangrar. Podía sentir que su cuerpo emanaba tanto frío que sabía que se estaba muriendo en mis propios brazos. Sus ojos se mantenían cerrados y no respondía a mi suplicante llanto cargado de desesperación.
La batalla estaba perdida. Me sentía derrotada, débil y vacía. No iba a aguantar. Sentía cómo pasaba de la tierra al cielo. Era algo raro, inexplicable, pero sabía lo que sentía.
Caí al suelo sin piedad cuando su corazón dejó de latir, cuando su cuerpo comenzaba a producir ese peculiar olor asqueroso del que él tanto me había hablado.
Lo conocí siendo un adjudicado, un ególatra, un presumido y un misterioso muchacho de pocas palabras. Pero aún así lo amé. Pero aún así me perdí en él.
Nuestro lazo era complicado, era imposible. Ambos lo sabíamos y aún así nos arriesgamos. No sé qué fue lo que esperábamos sabiendo el peligro que conllevaba lo que hacíamos. Aquella atracción se había vuelto tan destructiva como estaba destinada a ser.