Habían pasado días desde la última visita de Estela, y Ainara seguía luchando por mantener su espíritu indomable. El dolor y la desesperación eran constantes, pero no podía permitir que su madre la doblegara. Eso ¡Jamás! Ella era una guerrera y daría pelea hasta su último aliento si era necesario.
Sin embargo, Estela había estado trazando un plan cruel para hacer que Ainara aceptara el matrimonio con Santiago.
La puerta de la habitación se abrió, y Estela entró con una caja de gran tamaño en sus manos. Su sonrisa, lejos de ser reconfortante, era fría y llena de malicia, causando escalofríos en Ainara.
—Veo que te ves mejor —dijo Estela, su voz era un susurro helado—. Dime, ¿aún piensas en seguir desobedeciendo?
Ainara, aunque débil, mantuvo su postura firme, desafiante y se levantó de la cama. Esta vez no se encontraba atada a la silla como los días anteriores y es porque Santiago siempre la dejaba libre en la habitación, al contrario de Estela que la hacía sentarse y tenerla amarrada día y noche.
—Nunca aceptaré casarme con Santiago. Prefiero morir antes que ceder a tus demandas —respondió Ainara, su voz era firme—. Mátame de una vez, estoy segura de que no sentirás ni una pizca de dolor al apretar el gatillo una vez más.
Estela sonrió aún más, disfrutando de la resistencia de su hija, la miraba con una sonrisa fría mientras sostenía la caja en sus manos. El ambiente en la habitación estaba cargado de tensión.
—Dime, Ainara, ¿qué les pasa a los niños desobedientes? —preguntó Estela, su voz era un susurro helado.
Ainara, llena de rencor, no respondió. Sus ojos reflejaban odio, desconocía a esa mujer como su madre.
Estela esperó un momento, disfrutando del silencio tenso. Luego, se inclinó hacia adelante y susurró:
—Los niños desobedientes son castigados. Y tú, Ainara, has sido muy desobediente, pero una niña muy, muy desobediente, que se niega a escuchar la voz de mami.
Ainara seguía en silencio, era como si ignorara lo que la mujer decía.
—Muy bien, Ainara. Veo que aún necesitas un poco más de persuasión —dijo Estela al ver que no escuchara la respuesta que desea, mientras colocaba la caja en el suelo y la abría lentamente.
Ainara observó con horror mientras Estela revelaba el contenido de la caja. Dentro de ella, una docena de serpientes se retorcían y deslizaban. Aunque no eran venenosas, pero esto era algo que Ainara no sabía y sentía un miedo paralizante al verlas.
—¿Recuerdas tu miedo a las serpientes, Ainara? —preguntó Estela, con una sonrisa cruel—. Estas serpientes quizás no te matarán, si las llegó a soltar, pero pueden hacerte desear estar muerta, porque les temes tanto que estoy segura de que tendrás un infarto, de solo verlas en el suelo.
Ainara intentó retroceder, pero el dolor en su hombro la detuvo. Estela disfrutaba viendo el terror en los ojos de su hija.
La joven empezó a temblar a la vez que sintió que el tiempo se detenía al ver los reptiles. Una sensación de frío se apoderó de su cuerpo, recorriendo su piel como un manto de hielo. Su corazón comenzó a latir con fuerza, golpeando su pecho como un tambor desbocado. Cada pulsación era un recordatorio de su vulnerabilidad.
Sus ojos se fijaron en las serpientes que se retorcían dentro de la caja, sus cuerpos sinuosos y escamosos moviéndose con una inquietante gracia. Buscaba en su mente tratando de ver si eran venenosas o no, pero el miedo irracional que le tiene desde niña despertó con una intensidad arrolladora. Era como si cada uno de sus sentidos se hubiera agudizado, percibiendo el peligro en cada movimiento de aquellas criaturas.
El aire en la habitación se volvió pesado y difícil de respirar. Ainara sentía que sus pulmones no podían llenarse por completo, como si el miedo mismo le estuviera robando el oxígeno. Una fina capa de sudor frío cubría su frente, y sus manos temblaban incontrolablemente, apretadas en puños para tratar de mantener el control.
El sonido de las serpientes deslizándose dentro de la caja era un susurro siniestro que llenaba la habitación. Ainara podía imaginar su tacto frío y húmedo, y el solo pensamiento hacía que su piel se erizara. Intentó apartar la mirada, pero sus ojos parecían atrapados en una especie de trance, incapaces de alejarse del horror que tenía frente a ella.
El miedo era un nudo en su estómago, apretándose más y más con cada segundo que pasaba. Sentía que podría vomitar en cualquier momento, pero se obligó a tragar y a mantener la compostura. Sabía que mostrar debilidad sería darle a Estela el poder que tanto deseaba y no le daría ese gusto.
Ainara quería gritar, correr, hacer cualquier cosa para alejarse de aquellas serpientes, pero su cuerpo no respondía a sus deseos. Estaba paralizada, atrapada entre el terror y la desesperación. Pero en algún lugar profundo de su ser, una chispa de resistencia seguía ardiendo, recordándole que no podía rendirse, no ahora.
Estela, viendo el terror en los ojos de su hija, sonrió con una satisfacción cruel. Ainara sabía que su madre disfrutaba de su miedo, y eso solo hacía que su determinación se fortaleciera. Aunque cada fibra de su ser gritaba de miedo, Ainara decidió que no cedería. No le daría a Estela el placer de verla rota.
—No tienes que pasar por esto, Ainara. Solo tienes que aceptar casarte con Santiago. Él puede protegerte y darte una vida mejor. No tienes que sufrir más, el hombre hasta te ama, porque nunca es capaz de amarrarte a una simple silla —dijo Estela, con una voz que intentaba sonar dulce, pero estaba cargada de veneno.
Ainara apretó los dientes, sus ojos estaban llenos de desafío a pesar del miedo.
—Prefiero enfrentar mi miedo a ser un títere. No cederé, Estela. Nunca —respondió Ainara. Su voz era temblorosa, pero firme, incluso se sorprendió por poder responder de esa manera.
Estela, viendo que Ainara aún se resistía, decidió jugar su última carta.
—¿Sabes, Ainara? Hay algo que nunca te he dicho. Un secreto, para que te des cuenta de que conmigo no se juega, porque siempre voy a ganar —dijo Estela, con una sonrisa maliciosa—. ¿Sabes por qué le tienes tanto miedo a las serpientes?
Editado: 21.12.2024