Atracción fatal: un amor que desafía la muerte.

Idiota sin cerebro

Francisco se separó lentamente de su hija, aún asombrado, con los ojos llenos de lágrimas de felicidad. La miró con una mezcla de incredulidad y alivio, y le dio un beso en la frente, sintiendo el calor y la ternura en ese gesto.

—¿Cómo estás, mi niña? —preguntó Francisco, su voz quebrada por la emoción—. ¿Cómo te han tratado?

—Estoy bien, papá —respondió Ainara, con una sonrisa llena de amor.

Francisco volvió a preguntar, incapaz de contener su asombro.

—¿Cómo es que estás aquí? No sabía nada de ti.

Ainara se dio cuenta de que su padre no podía creer que ella estuviera delante de él. Parecía como si hubiera estado sufriendo profundamente por su ausencia, así que pregunto algo que la estaba atormentando, ya que pensar en eso hizo que el corazón de ella doliera profundamente, no quería que su padre sufriera demás.

—Papá, ¿es verdad que estoy casada con Santiago? —preguntó Ainara, aun luchando por aceptar esa realidad.

Francisco estaba a punto de responder cuando Mauro, con una mezcla de ira y sarcasmo en su voz, interrumpió.

—Sí, estás casada con un idiota sin cerebro —dijo Mauro, con una mirada intensa que hizo que Ainara sintiera una corriente eléctrica recorrer su cuerpo—. No entiendo cómo pudiste casarte con alguien tan inútil como un zapato sin suela.

Francisco y María se quedaron confundidos por la respuesta de Mauro, no entendían su actitud, ya que desenmascarar a Santiago era lo mejor. Podían ver la tensión y el dolor en sus palabras, aunque él intentaba ocultarlo tras una capa de sarcasmo. Mauro se sentía devastado al ver a su amada esposa creer que estaba casada con otro hombre, y la ira hacia Santiago solo aumentaba su frustración.

Ainara observó a Mauro, sintiendo una mezcla de emociones y la intensidad de su mirada. Junto a las palabras de él despertaban algo en su interior, algo que aún no podía comprender del todo.

Francisco, aun tratando de procesar la situación, miró a Mauro y luego a Ainara.

—Ainara, cariño, lo importante es que estás aquí con nosotros. Vamos a resolver esto juntos —dijo Francisco, con voz reconfortante.

Ainara miró a Mauro y le respondió:

—Esta vez te daré la razón, Mauro, Santiago es un idiota sin cerebro. Aún no entiendo cómo es que acabé casada con él, pero estoy segura de que ya lo recordaré y pediré el divorcio.

Luego, se volvió hacia su padre, con una decisión firme en su mirada.

—Papá, he venido a quedarme aquí. No compagino nada con Santiago y necesito estar con ustedes —dijo Ainara, su voz estaba llena de determinación—. Te he estado llamando, pero ninguna llamada fue respondida.

Francisco, con el corazón rebosante de alegría, asintió rápidamente.

—Por supuesto, Ainara. Esta es tu casa, y siempre serás bienvenida aquí —dijo Francisco, sin poder ocultar su felicidad.

Ainara lo abrazó con fuerza, sintiendo el calor y el amor de su amado padre, lo que sentía no se podía describir con simples palabras.

—Gracias, papá. Prefiero soportar al feo de Mauro que a Santiago —dijo Ainara, con una sonrisa irónica—. Al menos mi insoportable hermanastro es más llevadero, que el idiota sin cerebro.

Mauro, al escuchar esas palabras, sintió una oleada de esperanza inundar su corazón. Aunque Ainara no lo recuerda como su esposo, sabe que tiene otra oportunidad de enamorarla una vez más. Era un regalo de la vida, una segunda oportunidad para demostrarle cuánto la ama.

—Me alegra que hayas decidido quedarte, Ainara. Será como en los viejos tiempos, ¿verdad? —dijo Mauro, con una sonrisa que intentaba ocultar la emoción que sentía.

Ainara lo miró, sintiendo una extraña mezcla de familiaridad, pero no la que se tienen los hermanastros, era algo más allá de eso y un desconcierto por no saber que es exactamente ese sentimiento.

—Sí, supongo que sí —respondió, aunque aún no entendía completamente la situación.

María se acercó a Ainara, quien se había mantenido observando la interacción entre padre e hija, la abrazó con fuerza y besó sus mejillas y su frente.

—Cuánto me alegra, verte sana y salva, querida —dijo María, con lágrimas de felicidad en los ojos—. Te hemos extrañado un montón, no te imaginas cuánto.

—Gracias, María. Yo también estoy feliz de estar aquí —respondió Ainara, con una sonrisa.

Luego, Ainara se volvió hacia su padre.

—Papá, Santiago está esperando afuera. Me ha contado que no se llevan bien, pues que no aprobaste “nuestra relación”. Pero, por favor, haz el intento de por lo menos saludarlo —dijo Ainara, con un tono conciliador.

Francisco no pudo evitar mirar a Mauro, quien le dedicó una sonrisa que ambos entendieron perfectamente. Francisco asintió y respondió a su hija.

—Está bien, Ainara. Hazlo pasar y después sube a tu habitación y acomódate mientras yo hablo con Santiago —dijo Francisco, con voz firme.

Ainara salió y le hizo una seña a Santiago, que estaba esperando en el auto. Santiago se acercó a la joven, visiblemente nervioso, a ella le parecía extremista esa actitud.

—Puedes pasar. Mi papá quiere verte y deja los nervios, no te comerá ni te matará, al menos que…

—¿Al menos qué? —preguntó el hombre sudando frío.

—Nada —Ainara sonrió y le dio la espalda.

Santiago sintió una sensación de miedo que lo paralizaba, y ahora se arrepentía de haberla traído. Entraron juntos a la casa, y Ainara se dirigió a la segunda planta, dejando a Santiago con las tres personas en la sala. Francisco, Mauro y María lo miraban con una intensidad que podría haber derretido el acero. Era como si quisieran asesinarlo ahí mismo; sus miradas eran dagas afiladas.

Santiago, sintiendo el peso de esas miradas, intentó mantener la compostura, pero el ambiente era sofocante. Sabía que estaba en territorio hostil y que cualquier movimiento en falso podría desencadenar una tormenta, donde está seguro que acabaría ahogándose.

—Santiago —dijo Francisco, con una sonrisa que parecía más una amenaza, pues esta no era nada amigable.




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