Atracción fatal: un amor que desafía la muerte.

Cactus.

Francisco se acercó a Santiago, colocando su mano en su hombro y ejerciendo un poco de fuerza mientras mantenía una sonrisa que no era nada amigable.

—Bueno, Santiago, me alegra que le hayas dicho a Ainara que no nos llevamos bien, porque además eso jamás pasará —dijo Francisco, con un tono que dejaba claro su desagrado.

Santiago, intentando mantener la compostura, saludó cortésmente, como si nada pasara.

—Buenos días, señor Rodas. Ainara quiere pasar tiempo con ustedes, pero recuerden que su esposo soy yo, así que no se pasen de la raya —dijo Santiago, con una voz que intentaba sonar firme.

Francisco, aun con la mano en el hombro de Santiago, ejerció un poco más de presión mientras mantenía su sonrisa amenazante.

—Gracias por tener los pantalones para traer a Ainara aquí. Pero te advierto, Santiago, lo mejor que puedes hacer es correr como lo hacen los cobardes, porque de que te caerá la ley, no tengas dudas de eso —dijo Francisco, con voz firme.

Mauro, con una sonrisa que no alcanzaba sus ojos, tomó a Santiago del brazo como si fueran amigos de toda la vida y lo llevó hacia afuera. Una vez fuera, lo soltó y, sin previo aviso, le dio un golpe en la cara.

—No te creas mucho tus mentiras, Santiago, porque ni así se harán verdades —dijo Mauro, con una voz cargada de ira y desprecio.

Santiago, aturdido por el golpe, tropezó hacia atrás y se tambaleó ligeramente después del golpe. Se sintió aturdido y llevó una mano a su mejilla, tratando de recuperar el equilibrio. Miró a Mauro con odio palpable.

—¿De verdad crees que tu amor pecaminoso es posible ahora? Ainara está casada conmigo —dijo Santiago, con una risa sardónica.

Mauro, sin perder la compostura, lo miró fijamente; su expresión era de pura seriedad.

—El que ríe de último, ríe mejor —respondió Mauro, su tono era frío y amenazante.

Francisco sintió una satisfacción silenciosa al ver a Santiago acorralado. Sabía que Mauro tenía razón y que, con el apoyo de su familia, podían proteger a Ainara y ayudarla a recuperar su verdadera vida.

—Lárgate. No quiero volver a verte cerca de mi casa —dijo Francisco, mirando con seriedad al joven.

Santiago tragó saliva, sintiendo el peso de las palabras de Francisco: eso era una amenaza, no una cortesía.

Mauro, antes de entrar a la casa, también se acercó a Santiago para darle una última advertencia, este retrocedió, a lo que Mauro sonrió.

—Y no te acerques a Ainara, aunque seas su “esposo” —dijo el joven, haciendo un gesto de comillas con los dedos.

La intensidad en la mirada de Mauro dejaba claro que no estaba bromeando. Santiago, consciente de que estaba en una situación peligrosa, retrocedió lentamente, sintiendo que cada paso hacia atrás era una pequeña victoria para escapar del peligro inminente, aún se consideraba joven para morir.

Mauro entró a la casa y subió las escaleras con velocidad, su corazón latía con anticipación. Imaginaba a Ainara algo confundida y una sonrisa traviesa se dibujó en su rostro. Al llegar al cuarto, la encontró perdida en sus pensamientos, sin percatarse de su presencia.

Con pasos sigilosos, Mauro se acercó a ella y le susurró al oído, usando su característico tono sarcástico.

—El pimentón se ha perdido de habitación o, ¿acaso se le olvidó cuál es la suya?

La cercanía de Mauro hizo que una corriente recorriera el cuerpo de Ainara. Cada célula de su ser reaccionó a su presencia. Se giró lentamente, y sus rostros quedaron tan cerca que sus respiraciones se entrelazaron. Sus ojos se conectaron en un instante cargado de electricidad.

La sonrisa traviesa de Mauro desarmó totalmente a Ainara. Sentía una mezcla de emociones que no podía comprender del todo. La intensidad de sus miradas creó un lazo invisible, lleno de recuerdos y sentimientos que aún no lograba descifrar por completo.

Ainara sintió mariposas en el estómago al tener a Mauro tan cerca, pero no se alejó. Era como un imán que la mantenía pegada a él. Tartamudeando un poco, le respondió:

—No me he equivocado de habitación, más bien eres tú el que está equivocado. Estoy segura de que esta es la mía. ¡Mi habitación! Así que, ¿qué hacen tus cosas aquí? Quiero que saques todo lo que te pertenece porque necesito mi espacio.

Mauro disfrutaba de verla así, enojada. Su corazón latía con fuerza y las ganas de besar esos labios que ahora lo insultaban eran casi irresistibles. La intensidad de sus emociones se reflejaba en su mirada.

—¿De verdad? —dijo Mauro, con una sonrisa traviesa—. Pero no creo que estar equivocado en nada, querido pimentón.

Mauro decidió jugar un poco con Ainara. Quería ver hasta dónde era capaz de llegar esa pelirroja.

—¿Acaso no lo recuerdas? Antes de irte, me dijiste que me regalabas la habitación. Y como esta es mejor que la mía, no dudé en usarla —dijo manteniendo esa sonrisa traviesa que hacía cada vez más estragos en la pobre joven.

Ainara sintió una mezcla de incredulidad y diversión. Las mariposas en su estómago no desaparecían, pero se mantuvo firme.

—Mientes. Jamás te diría tal cosa. Y si lo hubiera dicho, ¿por qué lo haría si eres tan fastidioso como un cactus en el desierto? —respondió Ainara, con una chispa de desafío en sus ojos.

—¿Estás segura de que quieres que me vaya? Podemos dormir aquí y sobre todo abrazarnos en las noches para darnos un poco de calor si hace frío —dijo Mauro sin ninguna vergüenza.

Ainara, sintiendo la corriente eléctrica que recorría su cuerpo, mantuvo su postura firme.

—Sí, estoy segura. Necesito mi espacio —respondió, aunque su voz temblaba ligeramente por la sugerencia que él había hecho, sentía cómo sus mejillas se habían vuelto rojas.

Mauro, sin dejar de sonreír, se acercó un poco más. Sus rostros estaban tan cerca que sus respiraciones se encontraban, incluso sus labios solo estaban a centímetros. La conexión entre ellos era innegable, y aunque Ainara no recordaba todo, sentía que había algo profundo y significativo en esa cercanía, porque no le molestaba, es más, ella quería mucho más.




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