Los días pasaban volando como hojas arrastradas por el viento. Ainara seguía concentrada en estudiar y, de vez en cuando, ayudaba a su padre en el bufete, hacía lo que fuera con tal de no estar tanto tiempo cerca de Mauro. Esa semana, recibió la visita de su amiga Camila, quien llegó de sorpresa justo el día en que se disponía a lavar la ropa.
Al ver a su amiga después de tanto tiempo, Ainara se sintió inundada de alegría. Ambas se abrazaron con fuerza, dejando escapar risas y lágrimas de emoción.
—¡No puedo creer que estés aquí! —exclamó Ainara, con una sonrisa radiante.
—¡Te extrañé tanto! —respondió Camila, devolviendo el abrazo.
—Tienes que contarme todo lo que ha pasado estos días.
—Eres mala, deberías de no contarte nada —bromeó Camila.
—¡Discúlpame! He estado estudiando tanto para poder estar al día con los semestres, los profesores no saben que he perdido parte de mi memoria —Ainara hizo un puchero.
A Camila ese gesto le pareció gracioso.
—Ok, ok, estás disculpada. Estoy feliz de que la razón por la que no has ido a mi casa son los estudios y no porque me hayas olvidado, loca.
—Jamás te olvidaría, bueno, al principio sí.
—¡Ja, ja, ja, no me simpatizas!
Pasaron el día compartiendo historias y poniéndose al día. En medio de la conversación, Ainara no pudo evitar preguntarle a Camila cómo le caía su «esposo».
—¿Cómo te cae, Santiago? —preguntó Ainara, con curiosidad.
Camila, sin dudarlo, respondió con franqueza.
—Me cae mal, Ainara. No lo pienses más y divórciate de él, no merece que estés de su lado.
La respuesta directa de Camila hizo que Ainara preguntara si ella había asistido a su boda, porque era evidente que no lo quería.
—¿Tú asististe a mi boda? —inquirió Ainara, con una mezcla de curiosidad y esperanza.
Camila suspiró, deseando poder decirle la verdad, pero había prometido mantener el secreto por Mauro. Finalmente, respondió:
—A la boda tú estuviste sola, solo con los familiares de Santiago, amiga, ese hombre no te ama, te lo aseguro.
Esta revelación hizo que Ainara sintiera un nudo en el estómago. La idea de haber estado sola en un momento tan importante le resultaba desconcertante y dolorosa. No podía evitar sentir que había algo más detrás de todo eso.
—Ya veo, nadie lo quiere y, al parecer, yo tampoco.
El día viernes llegó, y María le preguntó a Ainara qué planeaba hacer, ya que solo le quedaban dos días de vacaciones.
—¿Qué harás en estos últimos días de vacaciones? —preguntó María, con una sonrisa.
—Tendré que lavar la ropa —respondió Ainara, con un suspiro—. He hecho tantas cosas que se me olvidó y ahora no tengo nada que usar.
Al día siguiente, Ainara se levantó, se arregló y preparó la ropa que iba a lavar, separándola por colores y tejidos. Después bajó a desayunar. Una vez que terminó, se dispuso a poner en marcha su plan de lavar la ropa.
Sin embargo, cuando llegó al cuarto de lavado, encontró que la lavadora ya estaba en funcionamiento. Ainara frunció el ceño, claramente confundida. Estaba segura de que nadie más estaría en la casa ese día, pues María le dijo que todos saldrían a dar un paseo.
Minutos después, Mauro entró en el cuarto de lavado justo cuando la lavadora terminaba su ciclo.
—¿Qué haces? —preguntó Mauro, sin previo aviso.
Ainara se sobresaltó al escucharlo.
—Necesito lavar —respondió ella, tratando de mantener la calma.
Mauro se encogió de hombros, sin darle importancia a su urgencia. Ese gesto indiferente hizo que Ainara se sintiera frustrada.
—¡Ah, no jodas, Mauro! —dijo, mientras le daba un empujón—. ¡Apúrate con eso!
Mauro, sorprendido por la reacción de Ainara, sonrió con una mezcla de diversión y provocación.
—Relájate, pimentón. Solo estoy terminando de lavar algunas cosas mías. La lavadora será toda tuya cuando termine, al menos que prefieras lavar a mano —dijo Mauro, señalando la batea.
Ainara, aún molesta, respondió:
—Esperaré la lavadora. Es mucha ropa y lavar a mano no me rendiría nada, así que no tardes tanto.
Se sentó a esperar, observando cómo Mauro seguía lavando. El mediodía llegó y, para sorpresa de Ainara, el joven decidió preparar el almuerzo. Comieron juntos en silencio, y después Mauro volvió a la lavadora.
Pero la impaciencia de Ainara crecía con cada minuto que pasaba. Mauro solo respondía:
—Falta poco.
Finalmente, el cansancio la venció y se quedó dormida en una silla cercana. Cuando Mauro la despertó, ya eran las seis de la tarde.
—Mi hermoso pimentón despierta, ya puedes usar la lavadora —dijo Mauro, con una sonrisa.
Ainara se levantó, aún adormilada, y se dirigió a la lavadora con una mezcla de frustración y resignación. Sabía que no le quedaba otra opción más que lavar a esa hora. Tomó una respiración profunda y decidió concentrarse en su tarea.
Cuando ella terminó de lavar, eran las nueve de la noche. Cansada, se dio un baño y, al salir, se dio cuenta de que no tenía nada limpio para ponerse. Molesta, bajó a ver si había algo de ropa seca, pero la mayoría estaba aún húmeda.
—Esto no puede estar pasando —murmuraba entre dientes—. Culpa de ese.
Frustrada, regresó a su habitación, y maldijo en voz baja:
—¡Mauro es realmente un cactus! Y tan fastidioso como un zancudo en la oreja.
De repente, se le ocurrió una idea y una sonrisa maliciosa se formó en su rostro. Recordó que Mauro tenía ropa en su habitación. Aunque sabía que a él nunca le había gustado que ella tocara su ropa, la tentación era demasiado fuerte. Buscó en el closet y encontró una franela de Mauro.
—Veamos cómo reacciona cuando se entere —murmuró Ainara, divertida por la idea de molestar a Mauro.
Ella se mordió el labio inferior mientras colocaba la franela en la cama, consciente de que estaba a punto de cometer una travesura. Se sentía excitada solo de pensar en la posibilidad de haber tomado la prenda de ropa de él sin permiso, pero esa idea solo aumentaba su deseo.
Editado: 24.02.2025