Francisco y María llegaron a casa después del mediodía, ese día domingo. Ainara estaba leyendo en la sala, pues no tenía nada que más hacer, y al verlos entrar, les preguntó:
—Papá, María, ¿cómo les fue?
—Bien, gracias, querida, y ¿tú? —respondió María, con una sonrisa.
—Todo bien —dijo Ainara, pero sintiendo curiosidad, le preguntó a su padre:
—¿Andaban de paseo? No los vi en la mañana, aunque anoche tampoco.
Francisco sonrió antes de responder:
—Estábamos en la iglesia, esta mañana.
Ainara se sintió confundida por un momento, su padre no era de ir mucho a la iglesia. Por lo tanto, no era lo que esperaba escuchar. Aunque no quería admitirlo, quería saber de Mauro o a dónde había ido. La sola idea de que estuviera con su novia la tenía inquieta e incluso los celos la estaban matando.
—¿Y Mauro? —preguntó, tratando de sonar casual—. ¿Andaba con ustedes?
Francisco y María se miraron antes de responder, querían reírse, pero manteniendo una expresión un poco sería.
—Mauro viene en camino. Estaba en la iglesia con nosotros —dijo Francisco, con una sonrisa.
—Nos invitaron a almorzar, así que él se quedó por allá —añadió María.
Ainara asintió, no dijo nada y su rostro aparentaba una calma, pero es que en su interior los celos aumentaban al pensar que quienes los habían invitado a almorzar podían ser la novia de Mauro y su familia. La idea de que ese cactus estuviera compartiendo momentos con otra persona la atormentaba y la hacía sentir más insegura y ansiosa.
Aunque intentaba concentrarse en su lectura, ya que estaba leyendo una de sus novelas favoritas de Rosa Verbel, su mente volvía una y otra vez a Mauro, porque la electricidad que sentía cuando estaba cerca de él y la intensidad de sus emociones la descolocaban. No podía evitar preguntarse qué relación tenía realmente con él y por qué sentía tanto cuando pensaba en la posibilidad de que estuviera con otra mujer.
Mientras intentaba calmar sus pensamientos, Ainara decidió levantarse y dar un paseo por la urbanización, así no podía terminar de leer y esa historia merecía toda su atención. Necesitaba despejar su mente y encontrar una manera de lidiar con sus sentimientos.
Cuando regresó, el sol ya se estaba ocultando y las sombras del atardecer se extendían por las calles. Al entrar en la casa, vio a Mauro. Incapaz de quedarse quieta, se le acercó un poco.
—Así que estabas, ¿en la iglesia? —preguntó con tono irónico—. No te creo esa clase de persona, religiosa, sobre todo después de lo que hiciste anoche, besar a tu hermana.
Mauro se le acercó lentamente, sus movimientos eran como los de un depredador acechando a su presa. La intensidad en su mirada hizo que Ainara se quedara inmóvil.
—No… eres… mi… hermana, porque yo no… tengo… hermanas —dijo Mauro con voz firme—. No quiero escucharte decir tal cosa porque no responderé de lo que haga, pimentón.
Ainara sintió un escalofrío recorrer su cuerpo ante la seriedad de sus palabras.
—Sí, efectivamente voy a la iglesia, y no hay nada de malo en eso, la mayoría de las personas lo hacen, ¿no? —continuó Mauro, acercándose aún más—. Y en cuanto al beso, no finjas que no lo quisiste también, porque tus acciones me dicen más que tus palabras.
Ainara intentó mantener su compostura, pero la proximidad de Mauro y la intensidad de su mirada la desarmaban. Sentía en su corazón latir con fuerza y una mezcla de emociones que la dejaban confundida y vulnerable.
¿Por qué tenía que sentir eso? Se preguntaba ella.
Pero Ainara, que aún estaba inquieta por la idea de que Mauro hubiera estado con su novia, se obligó a mantenerse firme a pesar de que ese hombre la dejaba sin armas y las piernas como gelatina.
—De seguro fue tu novia —dijo, con un tono irónico—. Ya sé que alguien los invitó a almorzar.
Mauro frunció el ceño, y la intensidad en sus ojos se profundizó. Con una sonrisa ladeada, respondió:
—Ten cuidado, linda gatica, porque la curiosidad mata al gato.
Ainara sintió cómo su corazón latía con fuerza en su pecho. La tensión entre ambos era palpable, como si el aire se volviera más denso a su alrededor. Aunque intentaba mantener su compostura, la cercanía de Mauro y su tono provocador la seguían desarmando cada segundo que pasaba.
Mauro se acercó aún más, sus movimientos lentos y deliberados. Ainara sentía una mezcla de emociones: la incertidumbre, el deseo y la confusión se entrelazaban, dejándola vulnerable. Cuando la distancia disminuyó, él levantó una mano y acarició suavemente su mejilla, la suavidad de su toque, enviando una corriente eléctrica a través de su cuerpo.
Ainara intentó retroceder, pero la fuerza de sus sentimientos la mantenía anclada en el lugar. Sus miradas se encontraron, y en ese instante, ella sintió que el mundo a su alrededor se desvanecía, dejándolos a ellos dos en un espacio donde las palabras eran innecesarias.
Mauro, sin poder evitarlo, se inclinó y unió sus labios con los de Ainara en un dulce beso. Ella no lo rechazó, dejándose llevar por la intensidad. Sentía el calor de sus labios, la suavidad de su toque, y una corriente eléctrica recorriendo su cuerpo. Todo su ser parecía vibrar con la conexión que compartían.
Cuando se separaron, Mauro la miró a los ojos, con una expresión seria y llena de emoción.
—No puedes negar que te gustan esos besos —dijo Mauro, con voz suave pero firme.
Ainara, aun sintiendo el sabor del beso en sus labios, no supo qué responder. Sus sentimientos estaban enredados en un torbellino de confusión, deseo y algo más profundo que apenas podía entender.
Mauro miró a Ainara con una sonrisa enigmática.
—Te tengo un regalo.
Ainara se sorprendió. No esperaba algo así.
—¿Regalo? ¿Para mí?
Mauro la tomó de la mano, la calidez de su toque la hacía sentir una corriente de emoción. La llevo hacia el jardín trasero de la casa.
—Cierra los ojos —dijo Mauro, y Ainara obedeció.
Editado: 24.02.2025