Estela llegó al bufete de Francisco, pero no le permitieron pasar. Decidida a hablar con él, esperó afuera hasta que finalmente lo vio salir. Al verla, Francisco no pudo ocultar la ira que sentía.
—¿Qué es lo que quieres? —preguntó Francisco, con voz fría y llena de desdén—. ¡Lárgate!
—Quiero ver a Ainara —respondió con una expresión desafiante—. Solo quiero ver a mi hija, porque al parecer se está comportando como una…
Francisco la miró con desprecio, no la dejo terminar lo que sabía que diría y eligiendo cuidadosamente sus palabras para insultarla de manera diplomática, le dijo.
—No quiero verte, y mucho menos cerca de mi hija. Perdiste el derecho de ser su madre el día que renunciaste a ella.
Estela sintió cómo la rabia crecía dentro de ella, pero antes de que pudiera responder, Francisco continuó, con una voz llena de veneno:
—Y muy pronto te vas a podrir en la cárcel, porque estoy seguro de que eres tan culpable como Santiago, y en esta vida todo lo que haces, se paga Estela.
Francisco, sin más palabras que decirle a Estela, siguió su camino y se dirigió hacia su auto. Su rostro mantenía una expresión de frialdad y determinación. Mientras avanzaba, sacó las llaves del bolsillo y pulsó el botón para desbloquear las puertas.
Detrás de él, Estela, completamente histérica, comenzó a gritar.
—¡No puedes hacerme esto! ¡Tengo derecho a ver a mi hija! —vociferaba Estela, su voz llena de ira y desesperación—. ¡Eres un desgraciado! ¡La has puesto en mi contra!
Francisco ignoró sus gritos, manteniendo una apariencia imperturbable. Se subió al auto con movimientos decididos y cerró la puerta con fuerza. El sonido del motor arrancando resonó en el aire, y Francisco se alejó, dejando a Estela detrás, gritando en la acera, mientras su furia y frustración eran visibles para todos los que pasaban.
Francisco apretó el volante con fuerza, sus pensamientos girando en torno a la protección de su hija y la justicia que tanto anhelaba. Mientras se alejaba, una sombra de preocupación nublaba sus pensamientos, pero sabía que no permitiría que Estela se acercara a su hija nuevamente.
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Al llegar a casa, los jóvenes notaron de inmediato que algo no andaba bien. Sus padres estaban en la sala con expresiones serias y preocupadas. Ainara sintió un nudo en el estómago, mientras que Mauro frunció el ceño, alerta.
—¿Qué pasa? —preguntó Ainara, con la voz llena de preocupación—. ¿Por qué tienen esas caras largas?
—Estoy considerando que tengas guardaespaldas, Ainara —dijo Francisco, con una expresión de determinación en su rostro.
Mauro, que ya deducía que algo serio había sucedido, asintió y se volvió hacia su suegro.
—¿Qué pasó? —preguntó Mauro.
Francisco, con una mirada grave, respondió brevemente:
—Estela apareció por mi oficina.
Solo la mención del nombre de Estela hizo que Ainara se sintiera mal. Su rostro se tornó pálido y una sensación de angustia la invadió. Mauro notó el cambio en ella y la abrazó, tratando de brindarle apoyo.
—No te preocupes, mi pimentón —le susurró Mauro—. No dejaré que nada te pase.
—Lo sé, pero es que escuchar el nombre de mi madre me aterra —dijo ella con pánico.
Francisco, María y Mauro se miraron con preocupación, querían saber que había vivido ella para que este así.
—Papá, ¿ella está involucrada en lo que me pasa? —preguntó con voz temblorosa.
—Mi niña, quisiera poder tener las respuestas, pero no sé. Lo que sabemos es que hay peces gordos que hacen que la investigación no se lleve bien. Pero el mal nunca triunfa, solo nos queda esperar que el tiempo este a nuestro favor.
Ainara respiró profundamente, reuniendo valor antes de hablar nuevamente.
—Por favor, quiero que me cuenten, lo que pasó —pidió Ainara—. Sé que Santiago me ha mentido, porque desde que lo vi, no me inspiró confianza y todo lo decía jamás lo consideré una verdad, pero ustedes, no me mientan…
—Hija… —comenzó Francisco, su voz llena de dolor.
—Papá —interrumpió—. Dijiste que me ayudaras a recordar, a medida que pasó los días aquí, uno que otro recuerdo llega, pero no pasan más allá de cuando estudie quinto año en bachillerato.
Ainara hizo una pausa.
—Necesito saber lo que realmente pasó. ¿Lo entienden?
Todos asintieron.
—Y… también quiero que sepan algo más.
—Dinos, cuentas con nosotros —respondió María.
—Me siento atraída por Mauro —dijo ella sintiendo un poco de vergüenza, a la vez que lo miro—. No sé cómo explicarlo, pero cuando estoy con él, siento que puedo enfrentar cualquier cosa.
Francisco asintió lentamente, entendiendo la sinceridad en sus palabras.
—Ainara, te contaré lo que sé sobre lo que pasó —dijo el hombre con voz firme—. Pero en cuanto a tus sentimientos por Mauro, considero que es un tema que solo ustedes deben hablar entre sí. Por otra parte, quiero que sepas que, sea cual sea la relación que puedan tener, tanto María como yo los apoyaremos, siempre.
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Mientras tanto, Estela estaba en su casa, sentada en la sala con una expresión de furia en su rostro mientras planificaba su siguiente movimiento. No iba a permitir que Francisco y los demás se salieran con la suya. Estaba furiosa porque parte del dinero que había acordado con la familia de Santiago aún no se le había entregado. Y no quería perder esa oportunidad.
En ese momento, Rodrigo entró en la sala con un sobre en la mano. Estela lo miró con una mezcla de curiosidad y desconfianza.
—¿Qué es eso? —preguntó Estela, su voz cargada de impaciencia.
Rodrigo, sin decir más, le entregó el sobre y, antes de salir, le dijo:
—Solo limítate a firmar el documento.
Estela, intrigada, abrió el sobre con manos temblorosas. Al ver el contenido, su rostro se contorsionó de ira y sorpresa. Eran los documentos del divorcio. Su mente se nubló y un torrente de emociones la invadió.
Editado: 24.02.2025