Atracción Irresistible ©

Capítulo Cuarenta

 

Capítulo 40: Novios Irresistibles

 

Kathleen.

¿No les sucede que algunas veces hacen cosas sin pensar, y luego que las hacen, se preguntan a sí mismos, de veras hice eso?

Exactamente esa es la pregunta que me formulo a mi misma en este preciso momento. Mi cuerpo es cubierto por una diminuta tela de color rojo, no he querido salir del pequeño cubículo en el me decidí  cambiarme. Siento que una hilera de hormigas recorre mi cuerpo de extremo a extremo, y no podría describir cuán desagradable se siente.

Inhalo hondo, cuando escucho su voz detrás de las cortinas de plástico. Su voz es suave pero puedo percibir su impaciencia.

—Kath, si necesitas tanto tiempo para quitarte la ropa, bien podría hacerlo yo mismo en un segundo —me dice al otro lado de la cortina. Puedo vislumbrar la sombra de su cuerpo, además de ese revoltoso cabello rubio atado en una diminuta colita.

—No te preocupes, puedo sola —titubeo, cubriéndome el pecho con ambos brazos.

Comienzo a sentirme nerviosa, cada vez con mayor intensidad. No puedo creer que ya he estado con él y sigo poniéndome así de nerviosa en su presencia. El alcohol fue el que me dio valentía en aquél momento, porque si algo puedo asegurar, es que en todos mis sentidos me vuelvo una gallina.

Tomando una profunda bocanada de aire para calmar el repiqueteo en mi cuerpo, decido cruzar a través de la cortina. Tan pronto sus ojos caen sobre mi cuerpo, siento el ardor en mi rostro, no quiero mirarle. No puedo.

¿A caso te criaste con las monjas del convento, impura?

—No me veas así —le pido, girando el cuello hacia el otro extremo de la habitación.

Escucho una escasa pero suave risa de su parte, y ese gesto me hace sentir más nerviosa.

¿Qué demonios me ocurre?

¡Ya tuvimos sexo por el amor de Dios!

Debería avanzar de escalón, no retroceder.

—¿Mirarte cómo, Kathleen? —consulta sin comprender.

Suelto un largo suspiro, evitando en todo momento el contacto visual. No quiero mirarlo, y luego derretirme como un cono de helado frente al sol.

—Solo...no me mires, ¿si?

Veo el movimiento de cabeza que hace de reojo. Se ha cambiado la camisa que tenía esta mañana, y ahora viste una franelilla blanca de algodón sin mangas. Sus marcados bíceps resaltan, y puedo imaginarme mordiendo su brazo como un perrito. El menea la cabeza, y se acerca ligeramente hacia mí. Sus manos toman mi rostro con agilidad, y su cuerpo inmoviliza el mío.

—Mírame —demanda con voz firme, y solemne. Me niego a mirarlo, pero sus dedos giran mi rostro hasta que me encuentro con el intenso azul de su iris.

Oh, Dios.

Sus ojos deberían considerarse pornografía ilegal.

Mikhail se relame los labios, y la calidez que su cuerpo le emana al mío es incesante.

—¿Por qué dudas de tu belleza, Kathleen? —inquiere, sin despegar sus ojos de los míos.

Intento contestar pero no se me ocurre nada para refutar.

—No necesitas que nadie califique tu belleza en una escala de números; el número que importa es el que elijas tú misma, no el que los demás elijan para ti.

Parpadeo conteniendo la respiración, puedo sentir su aliento sobre mi rostro, y el tacto de sus dedos sobre mi piel empieza a arder.

—Sin embargo, eres un diez. Eres un jodido diez para mí, Kathleen Taylor.

Y esas palabras se clavan en mi pecho como un par de cuchillas de miel. Es inevitable sonreír, así que no hago el esfuerzo en contenerlo. Acaricio su mandíbula con mis nudillos, y no puedo dejar de mirar ese azul de sus ojos. Tiene la capacidad de transportarme a otra dimensión cuando le veo. Me hace sentir cosas que solía leer en libros, pero que no creía que pudiesen sucederme, mucho menos, resultar reales.

El no sonríe, sus labios siguen contraídos, y no puedo negar que su cercanía comienza a producir efectos colaterales en mi organismo. Mis manos abandonan su rostro para dirigirse a la suave tela que cubre mi cuerpo, no lo pienso, solo la dejo caer hasta tocar el suelo. Puedo sentir el aire rozar contra las extremidades de mi cuerpo, y la adrenalina comienza a florecer en mi organismo.

Sonrío apretando mis labios.

—¿Vas a quedarte mirándome todo el día o vas a dibujarme? —le susurro con una evidente pizca de picardía.

Necesitas ir a una iglesia después de esto, Kathleen Taylor. Purifica tu sucia alma pecadora.

Mikhail se aclara la garganta mientras se encamina en dirección al banquillo, y me pide que me acerque. Mi vientre se contrae de los nervios, y creo que atesoraré este momento para siempre.

—Sientate —me instruye, ayudándome a sentarme en una posición cómoda pero estética—. Huh, perfecto.

Mi cabello está desordenado, y cubre una parte de mis pechos, mi mano se encuentra encima de la pelvis, y la otra acaricia mi mejilla. No es una posición del todo cómoda. El me guiña un ojo antes de posicionarse detrás de un enorme lienzo junto a una mesita en la que tiene sus instrumentos artísticos. Una suave melodía suena a través del iPod que se encuentra en un rincón, y el hecho de verlo, me hace retroceder en el tiempo, justo a ese día. Ese día en el que entré a su habitación sin permiso para averiguar el nombre de una canción.




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