Durante los días siguientes, Ainara y Mauro intentaron mantener la paz, aunque las tensiones seguían presentes, pero siempre Rosa tenía un ojo puesto en ellos, para evitar que llegarán a mayores los conflictos.
Una tarde, mientras Ainara estaba en el jardín cuidando las plantas, Mauro se acercó con una manguera en la mano.
—¿Necesitas ayuda? —preguntó Mauro, tratando de sonar casual.
Ainara lo miró con desconfianza, pero asintió.
—Claro, puedes regar las flores de allá.
Mauro comenzó a regar las flores, pero no pudo evitar hacer un comentario sarcástico.
—Nunca pensé que te gustara ensuciarte las manos.
Ainara rodó los ojos.
—Hay muchas cosas que no sabes de mí, Mauro, aparte de que tienes memoria de corto plazo.
—Tal vez deberíamos conocernos mejor —dijo Mauro, sorprendiéndose a sí mismo con su sinceridad.
Ainara lo miró, sorprendida por su tono.
—¿Estás diciendo que quieres ser mi hermanito?
—No pongas palabras en mi boca, princesa. Solo digo que tal vez no deberíamos pelear tanto —respondió Mauro, desviando la mirada—. Y jamás seremos hermanos.
Ainara sonrió ligeramente.
—Eso suena razonable.
Mientras seguían trabajando en el jardín, Mauro no pudo evitar notar lo bien que Ainara se veía con el sol brillando sobre su cabello pelirrojo. A pesar de sus diferencias, había algo en ella que lo atraía, pero no sabía que era, pues apenas era un adolescente de catorce años que apenas comenzaba a entender sus propios sentimientos, ¿cómo podría entender lo que sentía cada vez que estaba cerca de ella?
—¿Qué más puedo hacer para ayudarte?
Ainara levantó su vista, no esperaba que él se quedará a ayudarla con el jardín.
—¿Puedes encargarte de la hierba?
—Si —Mauro asintió.
Mientras Mauro intentaba concentrarse en arrancar las malas hierbas, su mirada seguía desviándose hacia Ainara. Ella estaba concentrada en plantar nuevas flores, sus movimientos eran precisos y elegantes. Mauro se preguntaba cómo alguien podía ser tan irritante y fascinante al mismo tiempo.
Ainara, sintiendo la mirada de Mauro sobre ella, levantó la vista y lo atrapó observándola. Con una sonrisa sarcástica, le dijo:
—¿Qué miras, Mauro? ¿Te has quedado sin trabajo o necesitas que te enseñe cómo se hace?
Mauro se sonrojó ligeramente, pero no quiso darle el gusto de verlo incómodo.
—Solo me aseguraba de que no arruines el jardín, Ainara. Ya sabes, alguien tiene que supervisar.
Ainara rodó los ojos y volvió a su tarea, pero no pudo evitar una pequeña sonrisa.
—Te recuerdo que la mayor soy yo, cumplo años primero que tú.
—ja, ja, ja, ja solo por un mes princesita.
A pesar de sus constantes peleas, había momentos como este en los que sentía una conexión inexplicable con Mauro. Tal vez, solo tal vez, había algo más allá de las discusiones y el sarcasmo.
El sol continuaba su descenso, bañando el jardín en tonos dorados, mientras los dos adolescentes seguían trabajando, cada uno perdido en sus propios pensamientos y sentimientos confusos.
La mente de Mauro divagaba, preguntándose por qué Ainara lo afectaba tanto. ¿Era su risa contagiosa? ¿O tal vez la forma en que sus ojos verdes brillaban cuando estaba concentrada?
Ainara, por su parte, también sentía una extraña mezcla de emociones. Aunque Mauro la sacaba de quicio con sus comentarios sarcásticos, había momentos en los que deseaba que él la mirara de la misma manera que lo hacía ahora. Sin embargo, no podía permitir que esos pensamientos la distrajeran.
—Mauro, ¿puedes pasarme la regadera? —pidió Ainara, tratando de mantener su voz neutral.
Mauro asintió y se acercó para entregársela, sus dedos rozando los de ella por un breve instante. Ambos sintieron una chispa, una conexión que ninguno de los dos podía explicar.
—Gracias —murmuró Ainara, evitando su mirada.
—De nada —respondió Mauro, sintiendo su corazón latir un poco más rápido.
El jardín estaba casi terminado, pero el trabajo en sus corazones apenas comenzaba. Mientras el sol se ponía, bañando todo en un cálido resplandor, ambos sabían que algo estaba cambiando entre ellos, aunque ninguno se atrevía a ponerlo en palabras.
«Debe ser solo una fase de estos cambios de adolescencia. Seguro que mañana volveremos a pelear como siempre.» Pensó Mauro.
«Es solo una tontería. No puede ser nada serio, ¿verdad? Ya las historias que lees te están volviendo loca Ainara, vas a tener que leer terror y no romance» pensó Ainara.
Ambos adolescentes, en su inmadurez, no se daban cuenta de que estaban empezando a experimentar los primeros signos del amor.
Después de terminar el jardín, Mauro y Ainara se quedaron un momento en silencio, admirando su trabajo. El jardín lucía hermoso, lleno de colores y vida, pero ambos sabían que era hora de regresar a la casa, pues la hora de la cena estaba cerca.
—Bueno, creo que hemos terminado aquí —dijo Mauro, rompiendo el silencio.
—Sí, ha quedado muy bien —respondió Ainara, con una leve sonrisa—. Le hacía falta un cariño a ese jardín.
Mientras caminaban de regreso a la casa, Mauro se dio cuenta de que tenía tierra en las manos y en la cara. Ainara, notando su aspecto, no pudo evitar reírse.
—Pareces un mapache, Mauro —dijo entre risas.
—¿Ah, sí? Pues tú no estás mucho mejor —replicó Mauro, señalando una mancha de tierra en la mejilla de Ainara.
Ambos se rieron, y por un momento, las tensiones entre ellos parecieron desvanecerse. Al llegar a la casa, decidieron que era hora de limpiarse.
—Voy a bañarme primero, así que tendrás que esperar —anunció Ainara, corriendo hacia el baño.
—¡No tan rápido! —protestó Mauro, siguiéndola de cerca.
La noche terminó cayendo con ambos compitiendo por el baño, riendo y bromeando como si fueran amigos de toda la vida. Aunque ninguno de los dos lo admitiría, ambos sentían que algo había cambiado entre ellos, algo que no podían ignorar.
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Editado: 22.10.2024