Atracción prohibida. Un amor que rompe las reglas.

Paseos.

Francisco y María, como siempre es su costumbre, organizaron viajes para las vacaciones y estas no serían la excepción. Mauro y Ainara esta vez estaban más entusiasmados, solo que no sabían cómo demostrar delante de sus padres que no pasaba nada entre ellos.

La familia decidió empezar pasando un fin de semana explorando el sendero hacia La Olla, una cascada con un pozo natural cerca del Municipio Simón Planas.

Mientras caminaban por el sendero, Ainara se adelantó un poco, disfrutando del paisaje y la vegetación exuberante. Mauro, que caminaba detrás, no pudo evitar observarla. El viento jugaba con su cabello pelirrojo, y por un momento, se quedó embelesado. Sin embargo, rápidamente recuperó su actitud sarcástica porque su madre lo estaba observando.

—¿Te crees exploradora ahora? —dijo Mauro, alcanzándola.

Ainara lo miró de reojo.

—Solo estoy disfrutando del paisaje. ¿Tienes algún problema con eso?

—No, solo me sorprende que no te hayas perdido ya —respondió Mauro con una sonrisa burlona.

Ainara suspiró, pero decidió no entrar en una discusión. En cambio, señaló un árbol cercano.

—Mira, hay un nido de pájaros allí. ¿No es hermoso?

Mauro siguió su mirada y asintió.

—Sí, supongo que sí.

Mientras continuaban caminando, Ainara tropezó con una raíz y estuvo a punto de caer. Mauro, reaccionando rápidamente, la sostuvo por el brazo.

—Cuidado, princesa. No quiero tener que cargar contigo de vuelta a casa —dijo, aunque su tono era más suave de lo habitual.

Ainara se sonrojó ligeramente.

—Gracias, Mauro.

—De nada —respondió él, soltándola lentamente.

Esa noche, de vuelta en casa, Ainara se sentó en su habitación, recordando el momento en el que Mauro la había sostenido. Ahora sabia que detrás de toda esa actitud sarcástica que siempre le mostró, había alguien que realmente se preocupaba.

Por su parte, Mauro también pensaba en Ainara. No podía negar que había algo en ella que lo atraía, algo más allá de su belleza, pero ahora habían llegado a ser más que simples enemigos.

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Unos días después la familia decidió pasar la tarde en el Parque Ayacucho, Ainara y Mauro se encontraron solos en una de las áreas más tranquilas del parque, cerca de la estatua de Simón Bolívar.

Ainara estaba sentada en un banco, leyendo un libro, mientras Mauro se acercaba con una botella de agua en la mano. Se sentó a su lado, sin decir nada al principio.

—¿Qué lees? —preguntó Mauro finalmente, rompiendo el silencio.

—Un libro sobre la historia de Venezuela —respondió Ainara sin levantar la vista.

Mauro se inclinó un poco para ver la portada.

—Interesante. No te imaginaba leyendo algo así.

Ainara lo miró con una ceja levantada.

—¿Y qué imaginabas que leería?

—No sé, algo más… superficial —dijo Mauro con una sonrisa sarcástica.

Ainara cerró el libro de golpe y lo miró fijamente.

—¿Por qué siempre tienes que ser tan desagradable?

Mauro se encogió de hombros.

—Es mi forma de ser, supongo y a ti te encanta, no lo niegues.

Ainara suspiró y se levantó del banco, caminando hacia una fuente cercana. Mauro la siguió, sintiendo que tal vez había ido demasiado lejos.

—Oye, lo siento. No quise ofenderte, Ainara —dijo Mauro, alcanzándola.

Ainara se giró para enfrentarlo.

—¿Sabes qué, Mauro? Estoy cansada de tus comentarios. Si realmente quieres seguir siendo mi novio, deberías empezar por tratarme con un poco más de respeto.

Mauro se quedó en silencio, sorprendido por la intensidad de sus palabras. Ainara, sintiendo la tensión en el aire, decidió cambiar de tema.

—Mira, hay una pareja tomándose fotos allí. ¿No te parece lindo? —dijo, señalando a una pareja cercana.

Mauro miró hacia donde ella señalaba y asintió.

—Aja, ¿quieres tomarte una así conmigo?

De repente, un niño pequeño corrió hacia ellos, tropezando y derramando su helado sobre la camiseta de Mauro. Ainara no pudo evitar reírse, y Mauro, aunque molesto, también sonrió.

—Parece que alguien tiene peor suerte que yo hoy —dijo Ainara, todavía riendo.

Mauro suspiró, tratando de limpiar el helado de su camiseta.

—Sí, parece que sí.

Ainara se acercó y le ofreció una servilleta.

—Aquí, déjame ayudarte.

Mauro la miró.

—Gracias.

Mientras Ainara lo ayudaba a limpiar el helado, él no podía dejar de mirarla, se quedó pensativo por unos segundos.

—Y a ti, ¿qué malo te ha pasado hoy?

—No encontré ninguno de mis libros —respondió ella mirándolo.

—Ah, ya veo.

—¿Tú le hiciste algo a mis libros? —pregunto Ainara de forma acusadora.

—¿Yo? —Mauro se señaló—. Nena, no los agarre, ¿para qué los tomaría?

Ambos se miraron con desconfianza, intentando descubrir la verdad. Pero ninguno de ellos se dio cuenta de que, desde una distancia prudente, sus padres los observaban.

—Mira, Ainara, sé que he sido un idiota, pero quiero que esta relación funcione bien. ¿Me perdonas por ser tan insoportable contigo?

Ainara sonrió y asintió, aunque las ganas de darle un beso le sobraban.

Otro fin de semana llegó y decidieron visitar el Mirador El Obelisco, uno de los puntos más altos de Barquisimeto, conocido por sus vistas panorámicas de la ciudad, pero sus padres se devolvieron a mitad de camino, ya que María se empezó a sentir mal.

Ambos jóvenes querían regresar con ellos; sin embargo, Francisco y María insistieron en que siguieran con el paseo, así que al final quedaron solo ellos dos.

Mientras subían las escaleras del obelisco, Ainara se detuvo para tomar un respiro. Mauro, que iba unos pasos detrás, se detuvo a su lado.

—¿Cansada ya? —preguntó Mauro con una sonrisa burlona.

—No todos tenemos tu resistencia, atleta —respondió Ainara, rodando los ojos.

Mauro se rio y le ofreció una botella de agua.

—Ainara, toma un poco de agua.




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