Bajo el manto estrellado, Ainara y Mauro se besaban con una ternura que parecía detener el tiempo. Cuando finalmente se separaron, Ainara miró a Mauro con una mezcla de preocupación y felicidad.
—¿No temes que nos vean nuestros padres? —preguntó Ainara, su voz, apenas un susurro en la noche.
Mauro sonrió, acariciando suavemente su mejilla.
—No puedo evitarlo, Ainara. Eres como un imán para mí, una fuerza irresistible que me atrae sin remedio.
Ainara sonrió, sintiendo cómo su corazón latía con fuerza ante las palabras de Mauro. En ese momento, supo que, sin importar lo que el futuro les deparara, siempre encontrarían el camino de vuelta el uno al otro.
—Ainara, si el universo tiene un centro, eres tú. Todo en mí gravita hacia ti.
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En la penumbra de su habitación, María miraba por la ventana. La ciudad apenas iluminaba su rostro, pero sus ojos no podían apartarse de la escena en el porche. Ainara y Mauro compartían un beso tierno, sellando su amor con una dulzura palpable.
María sintió un nudo en el estómago. Sabía lo que eso significaba; Ainara y Mauro, su hijastra y su hijo, se habían enamorado. La preocupación que había albergado durante tanto tiempo se hizo realidad en ese instante. Aunque al principio los chicos no se soportaban, ahora era evidente que su relación había dado un giro inesperado.
Francisco entró en la habitación y se acercó a su esposa. Al ver la expresión en su rostro, siguió la dirección de su mirada. Al observar la escena en el porche, entendió de inmediato. Colocó una mano reconfortante en el hombro de su esposa.
—¿Estás bien? —preguntó con suavidad, aunque conocía la respuesta.
—Es solo… —María suspiró, sin apartar la vista de los jóvenes—. Parece que fue ayer cuando no podían estar en la misma habitación sin pelear, y ahora…
Francisco la abrazó, ofreciéndole consuelo.
—Lo sé. Crecen tan rápido. Pero parece que se han encontrado el uno al otro, y Mauro es un buen muchacho, sé que cuidara de mi hija. Siempre dijimos que si esto pasaba, nos tocaría apoyarlos.
María asintió lentamente, sintiendo una mezcla de emociones. Entre la preocupación y el orgullo, comprendió que Ainara y Mauro habían encontrado algo especial entre ellos. Mientras los dos observaban en silencio desde la ventana, el amor que Ainara y Mauro compartían les daba un destello de esperanza para el futuro.
Francisco y María se quedaron en silencio un momento más, observando a los jóvenes en el porche. Ambos sabían que había una conversación pendiente y que el momento de decidir cómo proceder había llegado.
—¿Deberíamos esperar a que ellos nos lo digan? —preguntó María, rompiendo el silencio con un tono de voz lleno de incertidumbre.
Francisco suspiró, reflexionando.
—Podríamos, pero ¿y si no se atreven a decírnoslo por miedo a cómo reaccionaríamos? —respondió él, apretando suavemente el hombro de María.
—Tienes razón, pero tampoco quiero que se sientan presionados… —murmuró ella, su preocupación evidente.
—Podríamos abordar el tema con delicadeza, hacerles saber que los apoyamos y que estamos aquí para ellos sin importar nada. No tiene que ser una confrontación, solo una conversación sincera —sugirió Francisco, intentando encontrar un equilibrio.
María asintió, pensando en la mejor manera de hacerlo.
—Tienes razón. Debemos ser comprensivos y darles espacio para que se expresen. Es importante que sepan que estamos de su lado.
Francisco sonrió y besó la frente de María.
—Entonces, esperemos unos días y hablamos con ellos. Les diremos que los apoyamos y que lo fundamental es su felicidad.
María se sintió aliviada al escuchar a Francisco. Abrazándolo con fuerza, miró una vez más hacia el porche, donde Ainara y Mauro seguían disfrutando de su momento bajo las estrellas.
—Unos días —repitió, con una sonrisa llena de esperanza.
Y así, ambos padres se prepararon para la conversación que cambiaría sus vidas y la de sus hijos, con la certeza de que el amor y la comprensión serían su guía en este nuevo capítulo.
—Vamos a la cama, es necesario que descanses amor.
—Está bien —respondió ella.
A la mañana siguiente, mientras desayunaban antes de irse a sus respectivos trabajos, Francisco y María se miraron, recordando todos aquellos paseos que habían organizado. No solo eran momentos para disfrutar en familia, sino también para observar cómo se comportaban Ainara y Mauro juntos. Aunque los chicos intentaban demostrar lo contrario, no podían ocultar lo que sentían.
—¿Recuerdas cuando fuimos a La Olla? —dijo Francisco, evocando la imagen de aquella cascada—. Las expresiones de ambos eran inconfundibles. Mauro no dejaba de sonreír cada vez que Ainara se acercaba al agua, y ella, aunque intentaba disimular, siempre encontraba la forma de estar cerca de él.
María asintió, sonriendo ante el recuerdo.
—Sí, y luego durante el pícnic en el Parque Ayacucho. ¿Recuerdas que les escondimos los libros a Ainara? Ella se enojó tanto con él, pero al final no pudieron dejar de reír juntos. Fue uno de esos momentos en los que vi lo bien que se complementaban, aunque ninguno de los dos quería admitirlo en ese entonces.
—Y ayer, el paseo al Mirador… —continuó Francisco, sus ojos llenos de ternura—. La manera en que se miraban mientras disfrutaban de la vista… Era como si el resto del mundo no existiera.
María suspiró, comprendiendo que todas esas señales habían estado allí desde el principio.
—El beso de anoche solo fue la confirmación de lo que ya sabíamos, Francisco.
Francisco asintió, tomando la mano de María.
—Así es. Y ahora sabemos que debemos apoyarlos, siempre. Ellos han encontrado algo especial, y es nuestro deber guiarlos y estar para ellos.
María sonrió, sintiendo un peso menos en su corazón. Con la mirada fija en el futuro, ambos padres sabían que, a pesar de los desafíos, el amor y la comprensión siempre serían su fuerza.