El beso, iniciado por Alejandro, había sido como cada uno de los que ellos compartían: perfecto.
Desde el primero había sido así: mágico. Literalmente mágico, había magia entre ellos.
Esa sensación de hormigueo y energía que recorría la piel y cada rincón del cuerpo de Alejandro, y algo más; mientras que la magia de Owl se agitaba en su interior y fluía enloquecida, envolviéndolos a ambos.
Sus labios se habían adaptado desde el primer momento, desde el primer contacto, como si se (re) conocieran desde antes. Igual que las manos de cada uno como si hubieran nacido para amoldarse al rostro, al cuello, los hombros, los brazos...al cuerpo del otro. Sus propios cuerpos habían encajado a la perfección juntos en las noches en que habían dormido en el mismo sofá o en la misma cama. Sus corazones se aceleraban y desaceleraban, los latidos buscando y encontrando un mismo ritmo. Sus almas -al menos Michael lo sentía y lo sabía- se llamaban, la de Alex llamaba a la suya. Y su magia, había sido un tonto al no darse cuenta antes cómo Alejandro afectaba a su magia...
Ellos se separaron sólo cuando respirar se hizo necesario, y se miraron fijamente, sin querer perder ese último contacto. Con respiraciones profundas, sus pechos subiendo y bajando, labios hinchados, y ojos...
Dicen que la mirada es la ventana del alma. Alejandro, sin saberlo, estaba viendo el alma de Michael Owl, de aquel poderoso brujo. Aquella alma que era casi completamente suya, unos trazos más y la atraparía para siempre, la tendría para siempre en sus manos.
Y Michael, a su vez, se perdió en el azul de esos ojos, se hundió en esa mirada, cayó profundamente en esa alma, en los recuerdos...
¿Recuerdos?
<<Estaban ambos una playa desierta. El agua era tan cristalina que reflejaba a la perfección los colores del atardecer. Había rojos, naranjas, rosas, dorados, ondeando entre las olas tranquilas del mar.
Habían llegado ahí con magia, escapando a un lugar que también se sentía mágico, huyendo del mundo que no los comprendía.
Porque, aparentemente, para el resto, Alejandro no era bueno, no podía ser bueno. Un hombre atrapando almas con sus dibujos era malo.
Ya de por sí, era sospechoso su gran talento, siempre la única explicación para alguien tan bueno -perfecto- en algo era: pacto con el diablo.
Algo oscuro siempre.
Y, definitivamente, ahí no había duda alguna, no eran bien vistos dos hombres amándose y, mucho menos, abiertamente.
No era normal que uno de ellos se diera con libertad al otro, que se hubiera entregado en cuerpo y alma por gusto era una locura y era pecado. ¡Ellos no eran normales! ¡Y Dios no lo aprobaba! Ni la sociedad temerosa, cobarde, ignorante, y llena de juicios irracionales...
Michael se sentó en la playa que todavía permanecía cálida. Sus piernas extendidas, y las manos hundidas entre los miles de granos de arena. Había una sonrisa nostálgica en sus labios y sus ojos entrecerrados se centraron en los colores mezclándose en el agua, deseaba que fuera posible extender su mano y revolverla, mezclarla como si fuera tinta de colores, como en una pintura, así como hacía su amado. Darle una pizca de la belleza que él tenía el poder, el don, de crear. Regalarle lo que él le daba al mundo sin dudar, incluso cuando no lo merecían.
Giró su rostro sólo un poco, sin perder la sonrisa, su cuerpo en la misma posición, buscando a su amante, esperando encontrar a Alejandro perdido en su pintura, perdido en la vista frente a ellos o en su lienzo, pero Alex estaba perdido en algo más. Él lo miraba directamente, sólo tenía ojos para él.
Michael tragó ante la intensidad de esa mirada, había algo en el celeste de esos ojos en ese momento, algo que su boca no decía. Sintió su ceño fruncirse y su sonrisa crecer, a pesar de todo.
—¿Qué estás haciendo? -preguntó, con una risita nerviosa-. Se supone que veníamos aquí por esta vista, para ti -él señaló con una de sus manos, y con un movimiento de su barbilla, el atardecer y el mar frente a ellos.
Alejandro, a unos metros de él, negó y sonrió, sin dejar de mirarlo a él. —Es un atardecer muy hermoso, no lo niego, pero atardeceres puedo encontrarlos cada día, aunque cada uno sea diferente a los demás, sin embargo ninguno de ellos, por más que disfrute pintándolos y admire su belleza, logrará hacerme sentir lo que me provocó aquel hombre que me dio su mano cuando todos me evitaban y miraban mal. Cuando tu piel rozó la mía, con ese simple saludo, Michael, supe que eras tú, era tu alma la única que yo quería atrapar, pero nunca lo haría porque quería que me la dieras tú, que me perteneciera porque tú me querías. Tanto tiempo vivido y por fin encontré lo que buscaba. Eres tú, tú conmigo. Si tengo este don, es para ti. Sólo por ti.
Michael sintió la tristeza en las palabras Alejandro y se sorprendió por eso. Él era tan talentoso e incomprendido que dolía, siempre dolía.
Se puso de pie, y caminó hasta él sin dudar, sus pies desnudos hundiéndose en la arena.