Estaba de pie frente al espejo, alisando con esmero los mechones rebeldes de mi cabello. Hoy no era un día cualquiera, hoy tenía una entrevista de trabajo.
Respiré hondo, observando mi reflejo como si pudiera encontrar alguna señal de que todo saldría bien. Atrás había quedado mi antigua vida, las rutinas y las cicatrices que aún me susurraban dudas cuando menos lo esperaba. Comenzaba desde cero, en un entorno nuevo, y aunque me esforzaba por aparentar calma, las mariposas en mi estómago parecían tener alas de murciélago.
Con el último mechón finalmente domado, me alejé del espejo y salí de la habitación. El aroma del desayuno me golpeó con fuerza, como una caricia cálida y hogareña. En el comedor, la mesa ya estaba servida. Leonardo, aún con el delantal puesto y un plato de frutas en la mano, levantó la vista al verme.
— ¿Estás lista? — preguntó con una sonrisa.
— Lo estoy — respondí con una sonrisa más amplia de lo esperado.
Me senté a la mesa y empecé a devorar el desayuno como si llevara días sin probar bocado. Leonardo conocía mis gustos con una precisión aterradora. Hoy, cada bocado parecía tener un sabor más intenso, como si supiera que necesitaba un empujón de ánimo.
Él se quitó el delantal con gracia y se sentó frente a mí, con su café en una mano y un trozo de pan en la otra. Mordió el pan sin mucho entusiasmo, mientras me observaba con atención.
— Tienes una manchita aquí — dijo de pronto, señalando con su dedo índice la comisura de mis labios.
Antes de que pudiera limpiarme, se inclinó suavemente hacia adelante y, con toda la solemnidad del mundo, me pasó la servilleta por la cara... o eso intentaba. En su maniobra torpe, terminó empujando la servilleta dentro de mi boca como si fuera una especie de paleta de algodón sin sabor.
— ¡Leonardo! — dije entre risas, sacando la servilleta.
— ¡Lo siento! ¡Intentaba ser romántico, pero creo que te acabo de ahogar con una servilleta! — respondió él, con los ojos muy abiertos, tratando de contener la risa.
Ambos rompimos en carcajadas. Él se inclinó una vez más, y me dio un beso suave en la mejilla.
— Ya estás perfecta. Vas a brillar — susurró cerca de mi oído, esta vez sin provocar accidentes.
Me levanté para tomar mi bolso, y cuando me dirigía a la puerta, él gritó desde la cocina: — ¡Si no te contratan, les llevo desayuno y los convenzo yo!
— ¡Con esa puntería con las servilletas, seguro te dan el puesto a ti! — le respondí entre risas, cerrando la puerta con el corazón un poco más ligero.
Salí del departamento con paso firme, aunque por dentro todo en mí temblaba. Me había acostumbrado a ese lugar como si fuera mi propio hogar y en parte lo era. Un par de meses bastaron para que las paredes dejaran de parecer ajenas, para que su aroma, sus rincones y su presencia me resultaran familiares, casi imprescindibles.
Al principio, Leonardo fue respetuoso con mi espacio, como si temiera espantarme. Pero con el tiempo, fui yo quien quiso acercarse más, dejarlo entrar en mi rutina, en mi caos y en mí. Después de todo, era su casa. Ahora los dos vivíamos en su departamento, aunque, sinceramente, aún no me atrevía a compartir la habitación con él. Era mi pequeño límite, uno que aún protegía con cierto pudor.
Llegué temprano a la entrevista, el edificio era moderno y sobrio, la sede de una empresa de seguridad informática. Me había postulado para el cargo de profesional administrativo, deseando, por fin, ejercer mis capacidades con dignidad. En mi antiguo empleo hacía de todo, menos lo que realmente correspondía a mi rol, casi sentía que este nuevo comienzo era una reparación personal.
En el pasillo de espera, había una fila de personas aguardaba con rostros tensos y vestimenta impecable. Claramente no era la única interesada. Empezaron a llamar en grupos de cinco, así que no tardaron en llegar hasta mí.
Mis manos sudaban, y cada paso hacia la sala de entrevistas era una batalla interna. Hacía tiempo que no me enfrentaba a algo así, y la inseguridad no perdía oportunidad de susurrarme que no era suficiente.
Respiré hondo y al cruzar la puerta, cinco sillas nos esperaban alineadas frente a cinco entrevistadores. Me concentré en encontrar mi asiento, en parecer segura, profesional… hasta que levanté la vista y lo vi.
Leonardo.
Allí, frente a mí. Sentado como si nada, como si no fuera el mismo hombre que esta mañana me preparó frutas con esmero, que me quitó una servilleta de la cara con torpeza cariñosa.
Estuve a punto de caerme, pero por suerte ya estaba sentada. De lo contrario, el bochorno habría sido digno de una telenovela barata.
¿En qué momento? ¿Cómo? ¿Por qué?
No podía dejarme arrastrar por el torbellino de pensamientos que me asaltaban, este no era el momento ni el lugar, no frente a cinco entrevistadores, uno de los cuales resultaba ser el hombre con quien casi compartía una vida... pero no aún una cama.
Tragué saliva, intenté respirar hondo sin parecer ansiosa. Me enderecé en la silla, obligando a mi rostro a adoptar una expresión neutral. Soy una profesional, debo demostrar ser desapegada. Aunque por dentro gritaba: ¡¿Leonardo, qué demonios haces aquí?!
Él me miró, solo un segundo. Pero sólo fue una mirada rápida, como si no me conociera.
— Buenos días — dijo con total compostura —. Bienvenidos al proceso de selección.
Genial. Mi entrevistador es el hombre que me vio en pijama de conejitos esta mañana.
Todos contestamos cortésmente. Leonardo no se movió de su asiento, su expresión seguía tan impasible como la de una estatua de mármol. La chica que nos había guiado hasta la sala se colocó al frente y comenzó a presentar, uno a uno, a los entrevistadores.
— Ella es la licenciada Briceño, especialista en análisis de datos. Él es el ingeniero Duarte, encargado de infraestructura... —recitaba con una precisión metódica —. Y él... — se giró hacia Leonardo y sonrió con un respeto notable —, es el nuevo Director de Operaciones Estratégicas de Seguridad Informática, Leonardo Pérez. Será el encargado directo del equipo que estamos formando.