Atrapada sin él

Extra 1. Parte 2. Propuesta

Me contrataron. Tal como Leonardo lo había planeado.

Aunque oficialmente me habían elegido por mi experiencia y habilidades, palabras textuales del equipo de Recursos Humanos, en el fondo sabía que su mano había estado detrás de cada paso, invisible pero firme, como todo en él.

No se lo reproché, porque no era necesario y estaba decidida.

Verlo trabajar en el entorno corporativo fue como descubrir una nueva cara de un rostro que ya creía conocer. Leonardo en la cafetería era encantador, relajado y casi doméstico. Sonreía con facilidad, usaba delantales con estampados ridículos y preparaba café como si cada taza fuese una declaración de amor.

Pero aquí… Aquí era otra cosa.

Sus trajes impecables parecían esculpidos sobre él. Oscuros, sobrios, con cortes precisos que delineaban su figura con una elegancia que nunca le había conocido. Se movía con autoridad, con esa clase de presencia que hacía que todos enmudecieran cuando él hablaba. Su rostro, tan expresivo en casa, era ahora una máscara de concentración. Cada gesto, cada palabra, cada silencio suyo tenía peso. Y sí… debo admitirlo, se veía absurdamente guapo.

Esa seriedad suya provocaba una mezcla extraña entre admiración, temor y deseo. Era como si el café humeante y cariñoso de las mañanas se hubiera transformado en un whisky fuerte servido con hielo en una sala de juntas.

Mi vida laboral, para mi sorpresa, resultó bastante animada. El equipo con el que trabajaba era competente, creativo y, sobre todo, amigable. Nos entendíamos bien, compartíamos bromas, anécdotas, y entre todos manteníamos a flote el barco. Me adapté más rápido de lo que imaginé, quizás porque por fin estaba usando mis talentos de verdad… o porque al fin sentía que podía hacer las cosas a mi manera, aunque él estuviera al mando.

Pero como todo en la vida, la calma no es más que un preludio del caos.

Todo comenzó con un error, o al menos eso fue lo que dijeron.

Un fallo en el sistema de asignación de personal, que provocó un cambio de última hora. Había un cliente molesto al otro lado del país exigiendo explicaciones cara a cara. Y sin darme tiempo a procesarlo, estaba empacando una maleta de emergencia para acompañar a Leonardo en un viaje de trabajo de 48 horas.

— No puedo creer que no haya otro disponible — dije mientras subía al carro de la empresa con el ceño fruncido.

— Eres la única que conoce ese informe de cabo a rabo — respondió sin mirarme, concentrado en el tráfico —. Y además… confío más en ti.

Esas últimas tres palabras me desmontaron más que cualquier piropo elaborado.

El vuelo fue tranquilo. Lo que no fue tan tranquilo fue compartir dos horas de silencio incómodo y miradas furtivas que no sabían si eran profesionales o personales. Me repetía a mí misma que esto era solo trabajo, porque habíamos puesto límites. Que lo ocurrido en su oficina días atrás había sido un desliz… intenso, pero, que no se volvería a repetir.

Trataba de ponerme seria en mi trabajo, así que le dije a Leonardo que no estaba permitido ser muy personales mientras hacíamos cosas de la oficina. Pero entonces, llegamos al hotel.

Nos recibió una recepcionista con una sonrisa cálida y la frase que detonó el desastre: — Una sola habitación, ¿cierto?

— ¿Perdón? — dije yo, al mismo tiempo que Leonardo alzaba una ceja.

— Así aparece en la reserva. Habitación ejecutiva, una cama queen. Última disponible.

Sí claro, ¡como si esas cosas pasaran!, miré a Leonardo con duda, quizá él había planeado todo esto. Pero no me dijo nada, siguió haciendo el teatro de “inocente”.

— Está bien — dijo Leonardo antes de que yo pudiera abrir la boca —. No estaremos mucho tiempo aquí.

Claro, sólo el tiempo suficiente para poner a prueba mi autocontrol, pensé mientras tomábamos el ascensor.

La habitación era elegante y sobria. Una cama, un escritorio, una pequeña sala junto al ventanal. La tensión en el aire se podía cortar con una tarjeta magnética.

Me fui directo al baño con mi maleta, necesitaba espacio, distancia y aire. Al mirarme al espejo, no supe si estaba enojada por la incomodidad… o por cómo una parte de mí se sentía emocionada. Era ridículo e incluso inmaduro. Pero… quizá debería solo disfrutarlo, qué más da.

Al salir, Leonardo ya se había quitado el saco y desabrochado los primeros botones de la camisa. Estaba frente a la ventana, hablando por teléfono con voz baja. Se veía como una pintura que alguien se había atrevido a manchar con deseo. Cuando colgó, me miró con algo diferente en la mirada.

— ¿Te molesta mucho esto? — preguntó.

— ¿Compartir habitación con mi jefe? Claro que no — dije con ironía —. ¿Quién no sueña con eso? — Era mi jefe, pero también mi novio, debería dejar de ser tan rígida con el tema.

Él sonrió, pero no dijo nada, caminó hasta el escritorio y sacó el portátil. Yo me senté en la sala con mi tablet, tratando de distraerme. Pero las palabras se deshacían en la pantalla. Mis ojos no leían, solo lo sentían a él, a metros de mí. El silencio era un tercer invitado no deseado que se sentaba entre nosotros. A pesar de ser dos personas acostumbradas a estar el uno con el otro, el ambiente del hotel me empezó a poner tensa, por una razón extraña.

Las horas pasaron lentas y llegó la noche.

Yo ya estaba acostada de lado, fingiendo dormir, cuando lo sentí tumbarse con cuidado a mi lado. El colchón se hundió apenas, su respiración marcaba un ritmo lento, pero mi corazón, en cambio, golpeaba como si quisiera atravesar las costillas.

— No voy a hacer nada — susurró de pronto, sin moverse —. No si tú no quieres.

— Lo sé — respondí al instante, sin abrir los ojos.

Hubo silencio momentáneo y luego, su voz volvió a romperlo, con una verdad que ya no podía seguir callando.

— No fue un error.

Me giré lentamente hacia él, sintiendo cómo cada músculo se tensaba con ese presentimiento que solo se tiene cuando algo está a punto de cambiar. Leonardo ya me estaba observando, sus ojos eran serios, oscuros, y profundamente honestos.




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