Atrévete a soñar

"El pincel roto"

Mi nombre es Cornelio De Castro, y narrador soy, como tal, os contaré la ilícita historia de un fatídico tormento, fruto de unos años desolados por la peste, la pobreza, y las injusticias sociales de la época.

Rondaba pues el año 1660 y era mediado de agosto; por costumbre en estas fechas, un calor insoportable asolaba el sur español. Yo era tan solo un pobre chiquillo, procedente de una familia poco adinerada, recuerdo ese caluroso día gimoteando entre los brazos de mi hermana Loreta, la mayor, presa del pavor producido por los gritos de dolor de la parturienta, mi madre, aún consigo evocar a mi abuelo Petralino, intentando tranquilizar a mi padre, Evelio. A causa del desasosiego producido por no poder ayudar a su sufrida esposa, de aquí para allá caminaba mi padre, de aquí para allá lo seguía mi abuelo, entonces la puerta de madera de la alcoba se abrió y tras ella asomó la despeinada cabeza de una de las muchachas que había ayudado a mi madre en el intenso parto.

 -Venid señor a acunar a vuestra hija, está sana y es hermosa.- Miré a Loreta con felicidad cuando me percaté de que al fin teníamos una nueva hermanita.

Tras un breve rato de espera la voz de mi padre sonó, para llamar nuestra atención- Loreta, Cornelio  venid a conocer a vuestra hermana pequeña.

Entré tras Loreta; había mucha gente en aquella diminuta habitación y a pesar de mis intentos por llegar hasta mi madre y mi nueva hermana, no conseguía acercarme lo suficiente para verlas. Inesperadamente, puede introducirme por entre los cuerpos de las personas que allí se encontraban, para llegar hasta ellas, jamás podría haber imaginado, que la imagen que estaba a punto de contemplar, fuera a permanecer en mi memoria durante toda mi existencia. Mi madre pálida, despeinada y sudorosa, pero más bella que nunca, estaba tumbada en la cama vestida con un camisón blanco y  junto al dosel, unas doncellas secaban pañales al fuego de la chimenea, y un grupo de matronas se arremolinaban alegres entorno a la recién nacida. La pequeña estaba sonrosada y de su cabeza brotaban unos pequeños tirabuzones de color rojo, lo más impresionante eran sus grandes ojos verdes, que miraban expectantes de un lado a otro sin cesar.

-Su nombre es Anastasia De Castro, y está destinada a hacer grandes cosas.- Susurró mi exhausta madre antes de cerrar los ojos para descansar.

Miré al bebé con un tanto de recelo, era un crío de unos nueve años y solo podía pensar que esa pequeña me quitaría toda la atención; entonces sus inquietos ojos se posaron en los míos, durante unos segundos, pareció que el tiempo se hubo detenido, tras ese instante  supe que jamás podría negarle nada a esa delicada criatura.

Como podréis apreciar este relato no trata de mí, sino de mi hermana Anastasia, soñadora empedernida y una talentosa pintora. La fecha de su nacimiento coincide con el año en que Murillo fundó su academia de arte. Maldita fue la hora en la que fue fundada, pues fue el amor por ella lo que destrozó a mi querida hermana.

Anastasia creció sana y hermosa, era la favorita de todo el mundo, pues su pasión y alegría, robaban tu corazón sin remedio alguno, pero era mi abuelo quien más la amaba, él fue quien la enseñó a dibujar y a pintar. Petralino talentoso artista explotó aquel don que tenía la pequeña, para que se formara como una verdadera pintora, él con su ternura y paciencia, le inculcó el arte en todo su ser y ni siquiera cuando el pobre anciano murió, pudo deshacerse de aquella devoción.

Después de hacer sus obligaciones en la huerta, y ayudar a mi madre y a mi hermana en las tareas domesticas, corría con las mejillas encendidas por la emoción, al taller del abuelo, y allí pasaban las tardes pintado, esculpiendo y dibujando, volvía ya bien entrada la noche, montada sobre los hombros de Petralino, la pequeña siempre llegaba machada de carboncillos y pinturas. Mi madre como de costumbre, regañaba al anciano por las pintas y por las horas, y luego lavaba a Anastasia. Una vez aseada y cenada, corría a mis brazos para que le narrara alguna historia fantástica, de las que yo  inventaba solo para ella.

Anastasia fue haciéndose mayor, hasta que se convirtió en una encantadora joven pelirroja y de grandes ojos verdes, surcados por profundas pestañas. Una lánguida tarde, fue como siempre al destartalado taller de nuestro abuelo. Lo halló muerto, tirado en el polvoriento suelo de madera; el anciano había fallecido la noche anterior.

Algo cambió para siempre en el interior de Anastasia, su amor por el arte, se convirtió en una obsesión por conseguir lo que su abuelo nuca logró con sus pinturas, reconocimiento, fama y méritos.

-Eres mujer - le decía madre – no honrarás al abuelo comportándote de esta forma - la regañaba.

Anasatasia la miraba con desdén.

 -Pero quiero estudiar Bellas Artes en la escuela de artes de Sevilla - repetía una y otra vez  - así lo hubiera querido el abuelo.

Con tan solo quince años tenía bastante clara sus metas, quería ser pintora, pero no una cualquiera, quería ser como el propio Murillo, tan solo había un problema, y es que efectivamente era una mujer. Yo intentaba animarla, y pasaba más tiempo con ella narrándole historias. Aún así, sus pensamientos siempre vagaban por su propio mundo, lleno de pinturas y esculturas barrocas.

Rondaba el 1679, cuando mi padre decidió, que era hora de buscarle un marido a Anastasia, con diecinueve años ya, tenía edad suficiente para formar una familia, como había hecho mi hermana Loreta hacía ya un tiempo.




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