Atrevidos

Cincuenta y Uno

Santiago

Conduzco como un loco por las calles, la bocina estruendosa se ha vuelto mi mejor amiga desde hace unos quince minutos. Observo por el espejo retrovisor si llevo lo necesario, ajuar, mantas, ropa extra para ambas, bolso materno, documentación médica y de identidad de la madre; hace diez minutos me avisaron que Alessa –quien se encontraba con sus amigas de paseo en los alrededores de la Torre Eiffel- rompió fuente y entró en labor de parto. Salí de la empresa como alma que lleva el diablo, empuje gente, peleé con un peatón y me adentré en su casa buscando lo necesario –lo cual llevaba una semana listo en el mismo lugar por si algo salía mal y el bebe llegaba antes-.

― Vamos, vamos ― murmuro mientras tomo un atajo, el tránsito es horroroso en este horario.

Apenas llego aparco donde puedo y salgo en plena carrera con el bolso a cuestas, entro en el enorme y nuevo edificio, camino por los pasillos hasta que a lo lejos veo la sala de maternidad, estoy a unos cuantos pasos cuando resbalo, patino por el suelo hasta caer de bruces en el mismo notando en mis palmas la humedad.

― ¡Por la puta madre! – farfullo intentando ponerme de pie sin volver a caer.

― Señor, no puede pasar, esta mojado – un joven me observa.

― ¿Y ahora me dices? – elevo una ceja ― ¿¡A quien carajo se le ocurre lavar el suelo de la sala de maternidad!?

― Son las tres de la tarde, no hay nadie aquí y es mi trabajo, ¿A quién se le ocurre pasear por estos lados siendo el único? – me ve molesto.

― A quien espera que su hija decida llegar al mundo y se ve obligado a seguir los horarios ocurrentes de dicho ser – respondo irónico.

― Mire usted que suerte – rueda los ojos y me dan ganas de partirle la cara de niño mimado que tiene.

Una enfermera sale de una enorme puerta –supongo que por allí se llega a pre-parto y luego a quirófanos-, observa a todos lados y fija su vista en mí.

― ¿Señor DiSanto? – pregunta observándome.

― Sí, soy yo ― asiento – ¿Pasa algo con mi...? ¿Mujer? ― ni yo sé cómo referirme a Alessa.

― Ya comenzó la labor de parto, llegó justo a tiempo, en estos momentos se encuentra en el quirófano – sonríe y me entran los nervios ― Necesito las prendas que ha traído para su bebé.

― Oh, sí claro ― Le entrego la pequeña bolsa de tela rosa con la ropita dentro, apenas la muevo siento el perfume llegar a mí, ese delicioso y delicado aroma a bebé.

La mujer vuelve a adentrarse por la enorme puerta y yo tomo asiento en la sala de espera, suspiro cansado y apoyo la cabeza en la pared, hay tanto en mi cabeza que siento que va a explotar. Pensaba en volver a Nueva York por Ariadna pero con la llegada de mi hija no podré hacerlo y es que no puedo dejarla aquí, quiero verla todos los días y tenerla en mis brazos –aun cuando deba soporta la molesta y odiosa existencia de su madre y es que se ha vuelto insufrible los últimos meses de embarazo-. Supongo que deberé esperar pero, ¿Y si ella me olvida?

¿Y si ya te olvidó? Bien te dijeron que está en pareja, feliz y bailando como siempre quiso, ¿Qué crees? ¿Qué dejara todo por ti y vendrá a Francia para que puedas estar cerca de tu hija? ¿De verdad? No estás pensando con claridad sino como un idiota.

No lo discuto, de verdad estoy pensando como un pendejo pero no tengo más remedio que dejarla ir, soltarla definitivamente. Cierro los ojos, carajo, nunca me he arrepentido tanto en mi vida como lo hago ahora, si solo hubiera dicho que si en el momento...

Mis ojos se cierran por completo, me pierdo en la semi inconsciencia, sueño –creo-, puedo ver a mis amigos, mis padres y a mí pero me veo siendo un niño; estoy corriendo y riendo con Adrián y Alessa, caemos al césped y hablamos tonterías de niños. Una vocecita nos llama, soy el primero en ponerme de pie y correr a su encuentro, es Ariadna, ha caído de su bicicleta y tiene un buen raspón en la rodilla; me ve con esos hermosos ojos verdes y la tomo en mis brazos, la ayudo a ponerse de pie para finalmente cargarla en mi espalda y llevarla a su casa.

No tenía idea de que aún tenía esos recuerdos de ella, llego a la conclusión de que siempre me tuvo a su disposición y ninguno de los dos lo sabía, siempre acudí a ella cuando me necesitó, cuando la necesité pero no me daba cuenta de que ya desde niños sentía por ella algo más que amistad, más que un simple cariño de hermanos –como solía decir yo- y cuando ella decidió dar el paso final yo la alejé de mí.

Abro los ojos con rapidez, escucho una voz a lo lejos y re dirijo la mirada buscando la fuente, la enfermera está cerca de mí y me sonríe.

― Su hija ya nació, felicidades – me tiende la bolsa de tela en la que iba el ajuar. ― Puede verlas ya, están en recuperación.

― ¿Podría guiarme? – me pongo de pie.

― Seguro ― asiente y la sigo.

Mientras espero junto a la puerta de la habitación asignada a la madre de mi hija chequeo mi teléfono, quiero tomar una fotografía de la pequeña recién nacida y enviársela a mi madre, ella estaba muy emocionada al saber una niña venia en camino: me llegan algunas notificaciones, las cuales son de Alessa y todas las fotos que ya ha subido a su red social con la foto de mi hija, las felicitaciones de todos y demás. Ruedo los ojos, no lleva ni una hora en el mundo y ella ya la ha hecho popular, me abstengo de decir algo. Estoy algo molesto pues no ha hecho mención de mí en ninguna de esas publicaciones, en todas ella es la madre amorosa y presente que ha luchado estos meses por la pequeña pero no habla de mí y el esfuerzo que he hecho para darle todo lo que requería en el tiempo que imponía. Mujeres.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.