Aiden
Mi lobo está inquieto.
No ha dejado de dar vueltas en mi interior desde aquella noche en el bosque. Desde que sentí lo que ella sentía… y desde que dejó de buscarme.
Sirelle me evita.
Y ese silencio duele más que cualquier herida de entrenamiento.
No nos hemos visto desde entonces, pero su presencia vive en mí como un eco constante. Me acompaña en cada paso, en cada sombra, en cada respiración contenida. Las noches se han vuelto un tormento: cierro los ojos y la siento. Su voz, su olor, su energía. La Luna me la recuerda. El vínculo me la exige.
Pero ella no viene.
No hay palabras, ni rastros, ni señales.
Solo el vacío.
Solo esta ansiedad que ruge bajo mi piel.
Como un animal enjaulado que no entiende por qué su otra mitad ha desaparecido.
Hasta que llega la noticia.
—El Alfa Duskfang ha llegado —me dice Mira, mi mejor amiga y futura Beta.
Su tono es tenso, su mirada entornada como si temiera mi reacción.
—Vino por Sirelle.
El nombre me golpea el pecho.
Y algo dentro de mí se rompe.
No pienso.
No hablo.
Solo corro.
Atravesando pasillos, saltando escalones, dejando atrás la razón. Mi corazón late con fuerza brutal, acompasado al rugido de mi lobo, que clama por ella. Por lo que es nuestro.
Llego justo cuando él se aleja de ella.
Rowan.
El arrogante Alfa de Duskfang.
Su espalda erguida, su andar seguro, su presencia de acero.
Todo en él grita posesión.
Pero yo no lo miro a él.
La miro a ella.
Sirelle está de pie, como congelada.
Sus ojos húmedos.
Los labios tensos.
La respiración temblorosa.
Y cuando nuestros ojos se cruzan…
el mundo se quiebra.
Siento el vínculo como un rayo desgarrando el cielo. El tirón es furioso, desesperado. Cada fibra de mi ser se estira hacia ella, como si mi alma recordara que le pertenece.
Por un segundo —solo uno—, creo que va a correr hacia mí.
Que va a romper todo y saltar a mis brazos.
Pero no lo hace.
Solo me mira.
Con un dolor tan hondo que me desarma.
Como si una parte de ella suplicara hablar…
y la otra estuviera encadenada.
Doy un paso. Me acerco con cuidado, como si temiera que se deshiciera entre mis manos.
—¿Está todo bien? —pregunto con voz baja, suave. Casi un susurro.
Ella aprieta la mandíbula. Sus pupilas tiemblan.
—No puedo, Aiden —dice, casi sin voz, quebrándose por dentro—. No puedo pelear contra esto.
—No tienes que hacerlo sola —respondo al instante. El impulso es más fuerte que el miedo.
Ella niega con la cabeza. Traga saliva con dificultad.
—No entiendes… Si el Consejo descubre lo nuestro… si mi familia lo sabe… podríamos desatar una guerra.
Una guerra.
La palabra queda suspendida entre nosotros, como una condena escrita por otros.
Pero yo no siento miedo.
Siento furia.
Una rabia ardiente, ciega, de no poder protegerla. De verla temblar por algo que debería ser sagrado, no prohibido.
¿Desde cuándo amar es un delito?
¿Desde cuándo el destino se castiga?
—Entonces que arda todo —respondo, sin pensar, sin medir—. Pero no te voy a soltar.
Ella tiembla. El labio inferior le tiembla. La veo dudar.
Un paso. Solo uno…
Pero en lugar de acercarse, retrocede.
Da un paso atrás.
Y se va.
No dice nada más.
Solo se da la vuelta y se aleja como si llevara cadenas invisibles que le arrancan la piel.
Me quedo allí, inmóvil, con los puños cerrados, sintiendo cómo el lobo dentro de mí aúlla de impotencia.
Un sonido mudo. Doloroso. Antiguo.
Porque sé lo que está en juego.
Sé que no es solo una elección, es un riesgo para todo lo que somos.
Pero también sé que esto no termina aquí.
No cuando la Luna misma nos eligió.
No cuando nuestros corazones ya se reconocen como uno solo.
No cuando cada parte de mí grita que ella es mía… y yo soy suyo.
Aunque el mundo arda.
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Editado: 05.08.2025