Cuando el Instinto Vence
Sirelle
No debería estar aquí.
Cada paso que me trajo a esta colina fue una traición. A mi madre. A mi manada. A todo lo que alguna vez creí que era mi deber.
Pero, aun así, estoy aquí.
Frente al lago donde las treguas eran sagradas. Donde la guerra descansaba por un par de lunas y los cachorros podían correr sin miedo.
Y aunque el cielo está cubierto y la Luna se oculta… yo sé que me observa.
Sabe por qué vine.
Porque el vínculo late.
Porque la ausencia me ahoga.
Y entonces, lo siento.
Antes de oírlo, antes de verlo, lo siento.
Su presencia me envuelve como el viento antes de una tormenta. Densa, inevitable.
Me doy la vuelta, y ahí está.
Aiden.
No como el futuro Alfa. No como la amenaza que mi madre quiere pintar. Sino como lo que es para mí:
Mi otro instinto.
Mi hogar.
—No deberías estar aquí —murmuro, apenas audible.
—Tampoco tú —responde, con esa voz que siempre logra aflojar mi resistencia.
Nuestros ojos se buscan.
Y algo en mi interior se rinde.
Ya no puedo fingir.
No después de lo que me dijo. No después de lo que vi en sus ojos.
—Sirelle… —dice, y su voz no es una orden ni un ruego. Es promesa.
Y antes de pensar, antes de medir consecuencias, me acerco.
Un paso.
Luego otro.
Hasta que nuestros cuerpos casi se tocan, y el aire entre nosotros arde como fuego contenido.
—Esto es una locura… —susurro.
—Entonces déjame enloquecer contigo —responde, y esa frase rompe el último muro.
Aiden levanta una mano y la lleva a mi rostro, con una suavidad que me estremece. Su pulgar roza mi mejilla, limpiando una lágrima que no sabía que aún quedaba.
Y entonces…
Me besa.
Primero, con cuidado. Como si temiera que pudiera quebrarme. Como si el mundo pudiera detenerse con solo rozar mis labios.
Pero cuando no lo aparto… cuando mi cuerpo responde como si siempre hubiera esperado este instante… el beso se vuelve más profundo.
Más real. Más nuestro.
El vínculo se desata.
Es como si la Luna bajara del cielo y nos envolviera en su luz, silenciando todo lo que no sea este instante.
Su mano en mi cintura. La mía en su nuca.
El latido de su pecho contra el mío.
La certeza de que, pase lo que pase después, ya no hay marcha atrás.
Cuando nos separamos, no hay palabras.
Solo miradas.
Solo esa verdad desnuda que ya no puede negarse:
Lo elegí.
Y, por primera vez, no me siento culpable por ello.
*********
Aiden
El viento trae su aroma antes de que pueda verla.
Ese perfume suave, mezcla de tierra mojada y flor de noche, que desde aquel primer encuentro en el bosque se ha quedado tatuado en mi memoria.
Sirelle está de espaldas, de pie frente al lago.
El mismo lago donde nuestras manadas pactaban treguas…
Y yo, rompiendo cada ley no escrita, me acerco a ella.
No para reclamarla.
No para presionarla.
Sino porque no sé estar lejos.
Cuando gira y nuestros ojos se cruzan, siento que todo dentro de mí se aquieta.
Mi lobo, que no ha dejado de aullar por ella durante días, finalmente se calma.
Ahí está.
Ella.
Con esa mirada que parece siempre estar a punto de romperse… o de incendiarlo todo.
—No deberías estar aquí —dice.
—Tampoco tú —le respondo, sin apartar la mirada.
Hay una guerra en su interior. La veo en la forma en que su mandíbula se tensa, en cómo su pecho sube y baja con fuerza contenida.
Pero también veo lo otro.
El anhelo.
La rendición.
Y cuando da ese primer paso hacia mí… el mundo desaparece.
Se acerca lentamente, como si cruzar ese pequeño espacio entre nosotros fuera tan difícil como saltar un abismo. Pero no me muevo. No respiro. Solo la espero.
—Esto es una locura… —susurra.
—Entonces déjame enloquecer contigo.
Mis palabras no son planificadas. Son puro instinto. Pura verdad.
Alzo la mano y la llevo a su rostro.
Sus mejillas están frías. Sus labios tiemblan.
El toco con la delicadeza con la que se toca algo sagrado. Porque ella lo es.
Y cuando me inclino y la beso…
Todo cambia.
No hay fuego en este beso, no al principio. No es deseo lo que me mueve.
Es algo más profundo.
Más antiguo.
Es el alma reconociendo a su igual.
Ella no se aparta. Al contrario. Se funde conmigo como si hubiera estado esperando este instante desde siempre.
Y entonces el vínculo ruge dentro de mí.
No es solo un hilo.
Es una corriente que atraviesa cada célula, cada pensamiento, cada emoción.
Y en ese momento, sé que estoy perdido.
Perdido en ella.
Para ella.
Por ella.
Cuando nos separamos, sus ojos buscan los míos. No dice nada. No hace falta.
Porque en ese silencio compartido, entendemos lo que acabamos de hacer.
Desafiamos a las manadas.
A los pactos.
Al destino impuesto.
Pero nada de eso importa.
Porque yo la elegí.
Y sé que, aunque lo niegue mil veces más, ella también me eligió a mí.
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Editado: 05.08.2025