Capítulo 1
*
Tierra del Fuego, Argentina, 2025.*
Luca llegó sin hacer ruido. Los hombros le pesaban más de lo habitual, y sus pasos arrastraban cansancio… y algo más. Algo que no quería mostrar. Dejó la mochila en la silla de la cocina y fue directo a servirse un café, sin decir una palabra.
Mateo lo observó desde la mesa, con el diario abierto pero sin leer. Conocía ese silencio: no era solo fatiga. Había algo en la manera en que Luca se frotaba la nuca, en cómo evitaba mirarlo, que le dolía en lo profundo.
—¿Todo bien? —preguntó, con voz baja.
Luca se sentó frente a él y sopló la taza, como buscando calma para ordenar las palabras.
—La diagnosticaron con leucemia —dijo, sin levantar la mirada—. Etapa inicial. Dicen que hay tratamiento... pero no deja de ser jodido, ¿entendés?
Mateo bajó el diario despacio. Esa noticia no era nueva para él, pero le apretó el pecho. No por Elena, sino porque esa palabra despertaba fantasmas que creía dormidos.
Azul.
El ambiente pareció volverse más denso, y el presente se mezcló con recuerdos que nunca quiso enfrentar. Vio a su hijo igual que él mismo se vio años atrás: joven, asustado, sin saber cómo contener tanto miedo.
—Hijo… —empezó, con voz apagada—. Lo que voy a contarte no es solo una historia, es parte de mi vida. Quiero que entiendas que hay momentos que parecen pequeños, pero te cambian para siempre. Este fue uno de ellos.
1997
Tierra del Fuego, Argentina.
Azul tenía 18 años y estaba sola en una sala blanca de hospital, sentada en una silla que le quedaba grande. Sostenía un sobre cerrado, aunque ya sabía lo que decía. El médico hablaba con voz suave, pero todo sonaba lejano, como si fuera una película a cámara lenta.
—Es leucemia. Estamos en una etapa temprana. Hay opciones, tratamientos…
Azul no reaccionó. Miraba el suelo, aferrada al papel como si evitar leerlo pudiera detener el tiempo.
Cuando el doctor se fue, respiró hondo. Pensó que era una broma cruel. Pero no: la enfermedad estaba ahí.
La relación con su madre era un desastre, casi inexistente. Esa mañana habían discutido. Ella se había ido sin decir adónde, como siempre, buscando aire y dejando a Azul sin respuestas.
Terminó en la plaza, con el cuaderno en el regazo, escribiendo a un "yo del futuro" que quizás nunca leería esas palabras.
Un día apareció él. Un chico en el parque, con auriculares puestos, peleando con la cadena de su bici, apurado por llegar al trabajo. Y ahí estaba ella, en una banca, sola, con el cuaderno cerrado y la mirada perdida. Mateo la observó, y por algún motivo que ni siquiera entendía, eligió acercarse.
—¿Está ocupado? —preguntó, nervioso.
—No —contestó ella, en voz baja.
Apoyó la bici en un árbol y se sentaron en silencio. Con ella, el silencio no molestaba.
—¿Qué escribís? —se animó a preguntar.
Ella esbozó una sonrisa triste.
—Cosas que no me animo a decir en voz alta.
Él no supo qué responder. Esa frase le dio vueltas por días, y fue entonces cuando empezó a buscarla: en la plaza y en sus pensamientos. Al principio hablaron de libros —a ella le encantaba Cortázar y renegaba de Borges— y de películas en blanco y negro. Odiaba los finales felices; los sentía falsos.
Una tarde con nieve, él llegó pensando que no estaría. Pero ahí estaba, bajo la galería, con el cuaderno cerrado.
—¿Sabés que estás loco, no? —le dijo ella.
—¿Y vos? ¿Qué hacés acá?
—A veces las tormentas ayudan a pensar.
Hablaban de la muerte sin nombrarla. Ella dijo algo que él nunca olvidó:
—La gente cree que va a vivir para siempre. Por eso desperdicia el tiempo. Yo trato de vivir como si cada semana fuera la última. No por miedo, sino para no irme con deudas.
Él no entendió esas “deudas” hasta mucho después.
—¿Y tus viejos? —preguntó Mateo, sin saber qué más decir.
Azul guardó silencio unos segundos, mirando hacia la nada. Luego giró la cabeza hacia él.
—Mi papá murió cuando yo tenía quince años. Y mi vieja… simplemente existe.
—Pareciera que no la apreciás mucho, que digamos.
—Sí la quiero, pero no la admiro —dijo Azul, mientras se amarraba el cabello.
—¿Se puede admirar a un padre? —dudó Mateo. No tenía muchos recuerdos felices de los suyos.
—Depende. ¿Los tuyos se dan a admirar?
La pregunta fue directa, sin anestesia. Entró en la cabeza de Mateo como un puñal. Solo recordaba haber obedecido ciegamente a mamá y papá.
—Los padres son humanos, Mateo. Cometen miles de estupideces, y muchos excusan sus actos en el amor que sienten por sus hijos. No los juzgo. Creo que las pelotudeces son parte de aprender a vivir… Mi vieja, sin embargo, siempre actúa desde la mala fe, el abandono y la poca lógica. Es una borracha que no tiene problema en hacer daño, en dejarme sin comida… mientras ella pueda tomar.
Editado: 26.05.2025