Al otro día…
La tenue luz de la tarde se filtraba por las cortinas cuando Alice abrió lentamente los ojos. Su cuerpo estaba rígido, pesado, como si cargara con el peso de todo el universo sobre los hombros. Frotó sus párpados aún hinchados y se obligó a sentarse en la cama, aunque cada músculo le rogaba que no lo hiciera. Respiró profundo… o al menos lo
intentó. El aire parecía espeso, difícil de sostener.
Tomó el celular con manos temblorosas y lo miró con desgano: 2:00 p. m.
—Otra vez tarde —murmuró para sí misma, sin sorpresa, solo con resignación.
Sabía que debía levantarse, intentar hacer algo productivo, aunque fuera lo mínimo. Se forzó a ponerse de pie, se dirigió al baño se aseo y luego caminó hacia la cocina y abrió la nevera. Todo lo que veía le causaba indiferencia. Cerró la puerta con desgano. El hambre era un recuerdo lejano, ahogado por la ansiedad que le oprimía el pecho. No era falta de comida, era el nudo en el estómago, la angustia que se negaba a soltarla.
Se preparó algo sencillo, más por obligación que por deseo. Dio un par de bocados y lo dejó. Tenía la sensación de estar llena… pero no de comida, sino de tristeza.
Se miró al espejo de la sala mientras pasaba: su rostro estaba demacrado, las ojeras parecían tatuadas bajo sus ojos.
Aquellos ojos que alguna vez brillaron ahora lucían apagados, como una vela a punto de extinguirse. Estaba delgada, pálida. Incluso sus rizos lucían sin vida, desordenados, opacos.
—Estoy cansada… —susurró.
Volvió a su habitación, se dejó caer en la cama. Aunque había dormido más que otros días, aún sentía el agotamiento pegado a sus huesos. Un cansancio que no era físico, sino emocional. Había dormido, sí…
pero no había descansado. Su mente no le daba tregua, ni siquiera en sueños.
Cuando llegaba la noche, la batalla era más intensa. El insomnio se volvía un castigo eterno. Cerraba los ojos y los pensamientos atacaban, como cuchillos que cortaban desde adentro.
“Quiero vivir… pero no así”, pensaba cada noche, mientras las lágrimas caían silenciosas sobre la almohada.
Se giraba una y otra vez, buscando una postura que le permitiera escapar de su propia cabeza, sin éxito. El pecho dolía. El alma gritaba. Y el silencio de la madrugada solo acentuaba el eco de su angustia.
—¿Por qué todo está en mi contra? —susurró un día, ya harta de la sensación constante de fracaso.
—¿Por qué no puedo hacer nada bien? ¿Por qué no puedo ser feliz? —
preguntaba al techo de su habitación, sin esperar respuesta.
A veces gritaba en su interior… otras veces, sus murmuros
desgarrados se volvían sollozos que rompían la quietud de la casa.
—Solo quiero un poco de paz, de descanso… —gritó una noche entre lágrimas.
Aquel día se quebró. Y dolió. Como si todas las piezas de su interior se hubieran fragmentado al mismo tiempo.
Estaba rota. La duda la acosaba:
¿Sería culpa suya?
¿Habría hecho algo mal?
¿O simplemente estaba viviendo una etapa que le exigía demasiado?.
Fuera lo que fuera, la estaba destrozando.
A veces ni siquiera podía llorar. Solo se quedaba quieta, mirando al vacío, como si analizara su propia vida desde lejos. ¿Dónde se había perdido? ¿Cuándo se apagó la luz?
Pero aun en su peor momento, aun cuando sentía que ya no podía más…Seguía sin rendirse.Porque, aunque diminuta, la esperanza no la abandonaba.
“A todos: espero que realmente se encuentren bien, que no se rindan y puedan seguir luchando con todo eso que los carga. Para que, en el día de mañana, puedan darlo a conocer como un
testimonio. Ten ánimo y, por favor, busca ayuda en alguien.”