Nuestra historia comenzó casi a las dos de la mañana.
Martín, mi mejor amigo, es un experto para colarse en fiestas de cumpleaños —y de todo tipo— en las que ni siquiera conocemos al homenajeado. Y, por supuesto, yo suelo acompañarlo, más aún cuando estamos de vacaciones. Esa noche no fue la excepción, veníamos de camino a casa a pie porque nunca nos vamos en su auto a ese tipo de celebraciones. Somos muy imprudentes, de eso no hay duda, pero no tanto como para ponernos detrás del volante borrachos.
—¡¿Necesitas ayuda para cogértelo?! —grité con ganas y solté una carcajada. Mi voz hizo eco en toda la zona.
Los dos chicos me miraron a lo lejos con cara de querer asesinarme y se marcharon con rapidez. No era mi culpa si habían decidido montárselo en plena calle de madrugada. En especial ese día, pues cualquier cosa me parecía exageradamente graciosa.
Me volteé hacia Martín, que acababa de vomitar dentro de un bote de basura. Por suerte, llevaba sus largas rastas recogidas, o la escena se hubiera tornado incluso más asquerosa.
—¿Qué mierda le pusiste a los vasos, eh? —le pregunté y lo señalé de un modo acusador con un dedo. Yo todavía llevaba uno en la mano a medio tomar. El brebaje que contenía era tan repulsivo que no podía ni olerlo sin sentir ganas de vomitar también.
Martín hizo un gesto con la mano para que lo dejara en paz y levantó la cabeza. No lucía nada bien.
Finalmente, logró enderezarse y trató de mirarme.
—Lárgate de una vez, pedazo de mierda —balbuceó—. Espero que te secuestren por el camino.
Reí con diversión.
—Bah, tu vida sería demasiado aburrida sin mí, Martín P.
Hizo una mueca de hastío y comenzó a caminar en dirección a su casa. Llegué a pensar que en ese estado amanecería en un jardín ajeno, aunque siempre se las arregla para llegar.
—¡Nos vemos pronto, cariño! —le grité. Me sacó el dedo medio como respuesta.
Al verlo alejarse un poco, di media vuelta y avancé por el medio de la calle.
Mi vecindario se caracteriza por ser más tranquilo que un cementerio después de las nueve de la noche. Y mi pasatiempo favorito es romper esa paz. Salvo raras excepciones, mis vecinos me detestan y pagarían para que me mude al otro extremo del país. Lástima que no tengan tan buena suerte y que yo ame mi casa.
Aún faltaban un par de manzanas para llegar a mi calle, pero recordé que esa mañana había paseado a Toby en la zona. Me habían permitido quedármelo tres días antes, así que todavía estaba emocionado con la idea de tener un cachorro. A dos casas de ahí, una señora gruñona me había gritado el noventa por ciento de los insultos existentes porque Toby se había orinado en su valla mientras yo me distraía con mi celular. Su escándalo hizo llorar al indefenso pomerania y lo alteró. Eso, al parecer, despertó mi instinto de buen padre de un «perrijo».
Fruncí el ceño al recordarlo y me detuve frente a la puerta de su jardín. Tenían una valla destartalada que en algún momento había sido blanca, la más fea del país, y aun así ella se quejaba de que mi cachorro la hubiera confundido con un baño público.
—¿Sabe qué? —musité en dirección a la casa—. No hay nada más jodido que el karma.
Y lo próximo que hice fue protagonizar una de las escenas más vergonzosas de mi vida: me salté la valla, caminé hacia la entrada y, sin detenerme a pensarlo, lancé por completo el contenido de mi vaso sobre la puerta. Sigo sin tener idea de qué me llevó a hacer algo como eso, solo sé que al ver el líquido amarillento dejar una enorme mancha en la madera una especie de euforia se apoderó de mí. Solté una risa burlona y retrocedí. Me salté de nuevo la valla y salí corriendo con torpeza sin dejar de mirar en dirección a la casa.
Pero no llegué lejos: casi de inmediato, sentí el golpe seco en la frente y caí de espaldas en la acera.
Mi cuerpo se estremeció y la vista se me nubló por un instante. Sentí náuseas y una punzada penetrante en el lado derecho de la cabeza. Pensé que moriría debido a la conmoción. Un par de minutos después, logré comprender lo ocurrido: en mi intento de huida, choqué con una señal de tránsito. Una de «Pare», para ser específico.
Porque, sí, no hay nada más jodido que el karma.
—¿Estás vivo?
Me sobresalté al escuchar una voz desconocida y ver que alguien se agachó a mi lado. Era un chico, y no estaba seguro de si estaba alucinando o de si realmente tenía el cabello verde. Sus ojos color café me escrutaron con curiosidad por un par de segundos. Si quería dañarme podía hacerlo, no es que pudiera moverme de esa posición.
—Eso creo... —respondí en un tono muy bajo al ver que no parecía una amenaza. No lo había visto nunca antes, no tenía motivos para odiarme.
—Bien, debo admitir que eso fue estúpido.
Concordé con él.
—Supongo que es una señal del destino de que la venganza no es lo mío.
—¿Venganza? —preguntó con escepticismo y arrugó la nariz.
—La jodida vieja amargada que vive en esa casa le gritó a mi cachorro esta mañana por orinarse en su valla. —Señalé con una mano y él la siguió con la vista.