—¿Tienes planes para esta noche? —pregunté. Estábamos casi frente a su casa.
—¿Por? —respondió Charlie y levantó una ceja.
—Mi mejor amigo y yo pensamos darnos una vuelta por una pequeña fiesta que harán unos compañeros de clase. Pensé que quizás te gustaría unirte.
En realidad, no tenía idea de quién carajos era la fiesta. Martín me había escrito que había juerga en la noche y simplemente le había dicho que sí.
—¿Tu mejor amigo? Si se parece a ti, paso de conocerlo.
Solté una risa burlona.
—Venga, Charlie, si te la has pasado genial conmigo.
—¿Hablas en serio? Si Amanda le cuenta a nuestro jefe sobre el desastre que armé por tu culpa me pondrá de patitas en la calle, y créeme que ese dinero no me viene mal.
—Bah, no lo hará. Además —le sonreí con malicia—, no me digas que no valió la pena verle la cara de espanto.
—Basta ya —dijo él y me empujó por un hombro, aunque estaba reprimiendo una sonrisa—. Amanda es buena gente, no quiero molestarla.
—¿En serio? ¡Qué aburrido eres! ¡Yo vivo para ver el mundo arder!
—¿Y qué haces aquí entonces si soy tan aburrido?
—Es el universo, Charlie, me puso en tu camino para darle color a tu vida.
—Me parece bien siempre que no sea naranja.
Ambos sonreímos, y luego nos detuvimos frente a su casa.
—¿Qué dices? ¿Paso por ti? —volví a preguntar.
—No puedo, sí tengo planes.
Me sentí algo desanimado al saberlo.
—¿No te los puedes saltar por un día?
—No.
—Bueno..., supongo que en otra ocasión.
—¿Otra ocasión? —Arrugó la nariz con desagrado—. Pensé que ya no tendría que resistir más la tortura de verte. Creo que ya tuve suficiente de ti.
—No tienes tanta buena suerte, Charlie —respondí con diversión y comencé a alejarme—. ¡Saluda a tu madre de mi parte!
Él negó con la cabeza mientras sonreía, dándose por vencido conmigo.
***
Al llegar a casa, subí las escaleras casi corriendo. Tomaría un baño y esperaría a mi madre para cenar. Ella es fiscal de distrito hace varios años, así que regresa tarde la mayor parte de los días. Moría de hambre, pero odio comer solo, y sabía que Nae tenía que irse temprano y de seguro ya había cenado. El tarareo de su voz me hizo detenerme en el pasillo y asomarme por la puerta de su habitación. Estaba frente al espejo arreglándose para irse al teatro.
Mi hermana es una de las mujeres más hermosas que he conocido. Siempre he pensado que no necesita maquillaje, ella no tiene imperfecciones que esconder. Sin embargo, cuando lo lleva luce como un ángel: tan frágil y delicada que parece que puede romperse en cualquier momento.
Aquel día estaba especialmente linda, con su vestido blanco y su larga cabellera negra trenzada y recogida.
—Creo que te están utilizando para distraer al público y que nadie note los errores de los demás músicos.
Se sorprendió al escuchar mi voz, pero después me sonrió con ternura.
—¿Me veo bien?
—Por un segundo creí que me había equivocado y que el día de la presentación era hoy.
—No seas exagerado —dijo y soltó una risa discreta.
Entré y me coloqué tras ella. Puse ambas manos en sus hombros y me incliné hacia adelante para que ambos nos viéramos en el espejo.
—Sigo buscando qué mierda me dio la vida para compensarme por darte todo el encanto —me quejé.
—No seas tonto, tú eres muy especial.
Solté un bufido al escucharla.
La verdad es que no lo decía del todo en broma. Nae no solo tiene la belleza física, sino una dulzura a la que nadie es capaz de resistirse y un talento envidiable para la música. Es la violinista más joven de la historia de la orquesta sinfónica en la que toca, y se ganó su lugar con su trabajo duro.
Yo nunca tuve nada que me hiciera resaltar del resto. No soy bueno para ningún arte ni deporte, ni tengo esa personalidad capaz de deslumbrar a cualquiera. Eso sí, desde pequeño me ha ido realmente bien en la parte académica y cuando me gradúe sé que seré un ingeniero civil competente, pero eso no es suficiente para alcanzar a Nae o a mamá. Soy bastante ordinario. Quizás por eso desde muy joven comencé a intentar resaltar por mi apariencia y mi forma de ser —y no precisamente en el buen sentido.
No obstante, siempre me llenó de orgullo saber que llevo la misma sangre que alguien tan extraordinario como mi hermana, jamás he sentido celos de ella. Salvo una vez, esa fatídica vez en la que mis sentimientos coincidieron con los suyos y supe que no tenía forma de competir contra ella. O, peor aún, que no quería hacerlo.
Quizás esa tarde debí ver las señales que estaban frente a mis ojos. Sin embargo, no le di importancia a que se arreglara más que de costumbre para el ensayo, ni a la expresión de felicidad en su rostro, ni tampoco al modo en que ignoró frente a mí los mensajes constantes que entraban a su teléfono.