Aunque tú nunca me elijas

Capítulo 7

—Necesito que me prestes dinero.    

Nae levantó una ceja con desconfianza. Sabía que nada agradable debía estar pasando por su cabecita de «hermana-mayor-madre-sobreprotectora».

—Ayer no dormiste en casa y hoy me pides dinero. ¿Acaso estás metido en las drogas?

Martín se ahogó con los cereales de chocolate que se estaba comiendo descaradamente a nuestro lado en la encimera. Comenzó a toser y tuve que darle un par de puñetazos en la espalda. Lo hice con un poco más de fuerza de la requerida para que entendiera alto y claro el mensaje: «Corta el rollo, imbécil».

—¿Estás bien? —le preguntó Nae con preocupación.

Asintió y elevó su pulgar para reafirmarlo. Entonces, ella devolvió su atención a mí.

—No te preocupes —le dije—, no estoy metido en nada ilegal.

«Al menos, no esta vez —me dije. Lo pensé mejor y rectifiqué—: Bueno, al menos no tan ilegal».

—Es para una buena causa —agregó Martín.

Quise que se callara de inmediato, temí que empeorara las cosas. Sin embargo, noté que Nae suavizó la expresión al escucharlo. ¿Cómo podía creerle a él en lugar de a mí? En realidad, se me ocurrían varios motivos. Pero me sentí ofendido, de cualquier modo.

Nae suspiró profundo y abrió su bolsa. Tomó unos billetes y me los extendió.

—Aquí tienes —me dijo y abrió mucho sus ojos negros—. No te metas en problemas y regresa temprano a casa, ¿entendido?

—Alto y claro. Lo juro —dije y sonreí tanto que mis mejillas dolieron—. Sabes que eres la mejor hermana de la historia, ¿cierto?

—Lo sé, pero cuando lo dices tú pierde credibilidad.

—Oh, Nae —respondí con dramatismo—. Lastimas mi pobre corazón.

Puso los ojos en blanco y sonrió ligeramente.

Con ella no funcionan ese tipo de artimañas, si bien siempre logro salirme con la mía de algún modo. Supongo que esa noche me ayudó bastante que tuviera que irse con prisa al ensayo. Aunque no me gusta involucrarla en mis líos, Martín estaba tan en la quiebra como yo. En términos de dinero... no teníamos ni cinco dólares entre los dos. Además de que había prometido llevarlo a un club de strippers y pagar por mi cuenta las entradas.

—Bien, nos vemos mañana. Sean buenos chicos, ¿sí?

—Siempre —respondimos Martín y yo al unísono. Nos faltó muy poco para soltar una carcajada delatora.

Ella tomó su violín y se marchó. Noté que Martín se le quedó mirando más tiempo del necesario.

Fruncí el ceño y agité la caja de cereal en su cara.

—Ey, aparta tus pensamientos lascivos de mi hermana. Es mayor, pero todavía no está en tu rango.

—Bah —rezongó—, no me gusta Nae, imbécil. No la veo de ese modo.

—Sí..., tampoco yo te veo de ese modo.

Hizo una mueca de desagrado y continuó engullendo mis cereales.

***

Mamá bajó un rato después y cenamos los tres juntos. Nos deleitamos inventándole historias sobre nuestras pacíficas salidas de películas y bolos con amigos. Y, por supuesto, esas salidas solo se daban un par de veces a la semana, ambos éramos chicos que preferíamos dormir temprano.

Una de mis cosas favoritas de Martín es que es un buen mentiroso como yo. Mi única preocupación respecto a él es que le dé por intentar seducir a mi madre. No podría culparlo, ella es hermosa y aparenta tener unos diez años menos de los cuarenta y cuatro que tiene en realidad. Pero no lo imagino ni lo quiero de padrastro. Se lo he dejado claro en varias ocasiones, sobre todo, después de que ella se divorció de su último esposo hace poco más de un año.

Cada vez que le hacía ojitos mientras conversábamos le daba una patada por debajo de la mesa, que podía traducirse a: «Con mi madre tampoco, pedazo de idiota fetichista».

Luego de la cena, subimos a mi habitación y me cambié a mi uniforme de batalla —o sea, me puse ropa apta para salir de noche—. La camiseta de Martín estaba tan desgastada que delataba que había ido de su cama a mi casa, así que le presté el más grande de mis jerséis. Le quedaba ajustado, pero serviría. No es mi culpa que mida casi dos metros y que yo apenas pase de uno setenta.

La noche estaba fresca, a pesar de que estábamos en verano. No nos tomó mucho llegar en su auto al club, y acaparamos todas las miradas al bajarnos de semejante joyita. Me encantaría tener un vehículo para poder moverme por mi cuenta, aunque no sea genial como el suyo, pero mamá dice que soy tan irresponsable que no me dejará tener un auto hasta que pueda pagarlo con mi propio sueldo. Sí, estoy jodido.

Una vez dentro, me escudé tras Martín para no tener que mirar de cerca a las bailarinas, aún me sentía incómodo en ese lugar. Él, por otro lado, parecía que acababa de entrar a Disneylandia —para los degenerados—. Me costó halarlo hacia el pasillo donde estaba la sala de las apuestas. No podía perder de vista mi objetivo.

Como la noche anterior, le dijimos al guardia que veníamos por una apuesta importante. Luego busqué con la mirada entre las mesas hasta que localicé a mi futuro adversario. Me volteé hacia Martín y lo halé por el cuello para hablarle al oído:




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