Aunque tú nunca me elijas

Capítulo 17

La expresión de preocupación de Nae aumentaba a cada segundo que pasaba sosteniendo la bolsita con hielo sobre la cara de Charlie. Para ser honesto, a la inflamación no parecía importarle si él metía la cara directamente en la nevera, pues apenas había bajado.

—¿Te duele un poco menos? —preguntó mi madre.

Nae retiró la bolsita para que pudiera responder y él asintió levemente.

El golpe hacía tal contraste con la blancura de su piel que parecía que tenía una nariz de payaso. Tardaría en volver a arrugarla. Quise reírme por unas fracciones de segundo, pero me tragué la sonrisa porque la expresión de mi madre estaba lejos de ser «amistosa».

Charlie ya había explicado unas cuatro veces que yo no lo había golpeado, que había sido un accidente, pero las inconsistencias en su versión de la historia no hacían más que hundirme. No es para menos, eso de que iba a tomar el libro mientras yo lo tenía y que lo había halado directo a su cara no resultaba muy creíble que digamos. En algún punto pensé en admitir que lo había golpeado solo por librarme de la mirada acusadora de mamá.

«No ayudes tanto, Charlie», quise decirle.

—Estoy segura de que el golpe desaparecerá por completo en un par de días, no parece ser tan grave —apuntó mi hermana. Me pareció que lo decía más bien para intentar convencerse a sí misma de que no había sido la gran cosa.

Me acerqué a una distancia prudente para observar bien la nariz rota.

—Bueno —dije con simpleza—, pudo ser peor. Al menos no te quedó torcida.

Y, sí, eso desató de nuevo el caos y pensé que mi madre me raparía la cabeza y me enviaría a una escuela militar fuera del país o algo así. Sin embargo, terminó por controlar su enojo frente a Charlie. Que hubiera visitas en casa no era tan malo, a fin de cuentas.

***

Esa noche, después de la cena, escapé antes de que mamá pudiera decirme una palabra sobre el asunto de la nariz de Charlie. Llevaba varios días sin meterme en líos con Martín, así que decidí irme con él a una pequeña fiesta que estaban haciendo unos conocidos de la facultad. Supongo que, más que huir de mi madre, quería olvidar al menos por un rato cualquier cosa referente a Charlie. Había decidido ser su amigo a pesar de todo lo que sentía por él, todo eso que probablemente jamás llegaría a contarle. O al menos eso pensaba en ese momento.

Alrededor de la media noche, estaba tirado sobre un sofá en una casa desconocida. La música y el humo lo envolvían todo. No había muchas más personas, unas veinte en total, de las cuales ni tres tenían sus cinco sentidos activos.

Martín estaba a mi lado envuelto en una especie de viaje astral. Quizás estaba conversando con Bob Marley o con John Lennon. No tengo idea. Del otro lado, tenía a un imbécil que se había vomitado encima un par de veces. El olor nauseabundo hizo que me incorporara con dificultad e hiciera un intento por largarme de ahí.

Estaba tan borracho que ni siquiera lograba enfocar la vista. Tropecé con unas latas vacías que había en el suelo... y con unas bragas. Hice una mueca de desagrado al verlas y seguí con mi camino. Terminé sentado en el patio trasero mirando al cielo como un tonto.

En lugar de estar más animado, tenía una tristeza que me corroía hasta los huesos. La sonrisa de Charlie, sus pecas encantadoras, su naricita arrugada y sus mechones verdes no dejaban de reproducirse en mi cabeza como una película. Y luego veía una y otra vez su beso con Nae y no paraba de imaginar que era yo quien ocupaba su lugar. Era un hermano horrible, pero ¿no podía permitirme fantasear al menos esa vez? Nadie lo sabría, así que nadie saldría lastimado.

Una estrella fugaz surcó el cielo de repente —o quizás era un avión, no sabría decirlo con certeza—. Lo único que sé es que me invadió una esperanza infantil y pedí un deseo.

—¡Solo quiero una jodida vez! —grité. Me daba igual si alguien me escuchaba—. ¡Dame una sola oportunidad para tenerlo y me alejaré de él! Juro que me alejaré... Lo juro...

Mis últimas palabras salieron como un susurro, porque para ese entonces mis mejillas estaban húmedas y tenía un nudo en la garganta que me impedía tragar. ¿Por qué esa situación me estaba afectando tanto si yo nunca había sido tan sentimental?

No recuerdo bien a qué hora regresé a casa ese día, pero sé que me pasé casi todo el domingo durmiendo para pasar la resaca.

***

El lunes en la tarde, supuse que Charlie pasaría a recoger a Nae para irse juntos al teatro. Por eso preferí encerrarme en mi habitación después de la cena hasta que ambos se fueran. De igual modo, la situación con mamá estaba menos tensa, pero ella seguía convencida de que yo le había pegado a Charlie por algún motivo estúpido.

No tenía deseos de hacer nada, ni siquiera de jugar en línea. Decidí tomar el libro que Charlie me había regalado y comencé a hojearlo una vez más. Estaba siendo un poco masoquista, sobre todo porque dentro había puesto lo que quedaba de la margarita naranja que me había regalado. Algo me impedía deshacerme de ella.

«Hola, florecita fea —pensé—, ¿en serio nos parecemos tanto?».

Alguien llamó a la puerta y me sacó de mis pensamientos. Devolví la flor y el libro a su sitio con torpeza, como si fueran las pruebas irrefutables de mis crímenes.




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