Aunque tú nunca me elijas

Capítulo 30

—Lamento que lo nuestro no haya funcionado —dije con dramatismo, aunque sí estaba algo triste en el fondo—. No eres tú, soy yo. He sido un idiota contigo en estas... ¿cinco semanas? ¿Seis?

Honestamente, no tenía idea de cuánto tiempo había pasado.

Toby me miraba confundido. Tenía cara de estar buscando en lo más recóndito de su memoria perruna tratando de recordarme. El pobre no tenía idea de que yo era su dueño oficial, me había visto unas siete veces —creo—. El problema es que pedí un cachorro a los ocho años y mamá me dejó tenerlo a los diecinueve. Aunque... ella tenía razón, aún no estaba listo para asumir esa responsabilidad, apenas puedo cuidar de mí mismo.

Me puse de pie y lo tomé en las manos. Seguía siendo pequeñito y su pelaje anaranjado era muy suave. Justo eso me había cautivado la primera vez que lo vi en la tienda de mascotas.

—Nae es ahora una violinista reconocida y en poco tiempo se irá de gira —volví a hablarle, tratando de hacerlo entender—, y mamá no tiene tiempo para nada. Tú necesitas de alguien que te dé amor.

Resignado, saqué mi teléfono del bolsillo. Marqué el número de Martín.

—¿Ahora qué mierda quieres? —respondió—. Sigo de resaca por tu culpa.

—¿Qué? —pregunté, ofendido—. Tú siempre estás resacado, Martín. En fin, te llamé por un motivo importante. ¿Sabes de qué va la amistad?

—¿Eh? Mierda, imbécil, ¿esto es todavía de anoche o también te metiste algo esta mañana?

Bufé, exasperado.

—Cállate y déjame terminar mi intervención, maldita sea.

—¿De acuerdo...?

—Bien. ¿Sabes de qué va la amistad, Martín? Va de saber de antemano lo que el otro necesita, y exactamente por eso yo soy tu mejor amigo.

—No lo pillo —dijo, confundido.

—Tú, mi amigo, necesitas un perro —zanjé.

—¡¿Qué?!

—Un perro, Martín. Eso. Para ser más exacto, necesitas un pomerania anaranjado.

—No quiero un perro —respondió. Casi podía ver su mueca de confusión del otro lado de la línea.

Resoplé.

—No he dicho que quieres un perro, he dicho que lo necesitas. Son cosas muy diferentes. Todos tus problemas se solucionarían si...

El ladrido de Toby me interrumpió. Había pasado un jodido gato por la calle.

—¿Qué mierda...? —dijo Martín—. No, no, no. No puede ser lo que estoy pensando, maldito hijo de puta...

Mi plan de convencerlo primero acababa de joderse, así que me vi obligado a tomar medidas drásticas de última hora. Colgué el teléfono y abrí desde afuera la ventana que había frente a mí.

—Hasta la vista, Toby —dije mientras lo metía a toda prisa—. Bienvenido a tu nuevo hogar.

Entonces, Martín abrió la habitación de un portazo. Su habitación.

—¡¿Qué diablos crees que haces, imbécil?! —chilló.

Pero ya era muy tarde, porque yo había empezado a huir como alma perseguida por el Diablo.

—¡Vuelve aquí, maldito! —me gritó Martín, asomado por la ventana—. ¡Yo no necesito un perro, desgraciado!

Siguió gritando improperios a la vez que Toby ladraba, pero no me detuve hasta estar bien lejos de su casa.

Sabía que intentaría regresármelo y que no tendría éxito alguno. Mamá y Nae no estarían en casa hasta bien tarde, y él no se atrevería a dejar abandonado al pobre cachorrito sabiendo que en poco tiempo oscurecería. Además, conozco bien a Martín y estaba seguro de que, si había logrado encariñarse conmigo y nunca me había dejado, se encariñaría también con Toby. De cualquier modo, sabía que a su madre también le gustan mucho los animales.

Regresé a casa a toda prisa. Tenía unos minutos de ventaja y no podía darle tiempo a llegar. Tomé mi maleta y la chaqueta. Ya me había asegurado de que nada se me pudiera quedar. Le di un último vistazo a mi habitación y a las cosas que dejaba atrás. No tenía idea de cuándo volvería a verlas. Sin embargo, esa nostalgia no era nada comparada con lo mucho que me dolía aún el motivo que me había empujado a irme, en primer lugar.

El último sitio donde estuve antes de bajar fue en el cuarto de Nae. Saqué un sobre blanco del bolsillo de la chaqueta y lo observé en mis manos. Dudé un poco, pero finalmente decidí dejarlo sobre su cama. Contenía la carta en la que le explicaba con detalles cómo había sido todo. Había pasado horas escribiéndola, y sabía que, tarde o temprano, ella la leería. Esperaba que fuera suficiente para hacerle saber al menos que todo era mi culpa. Y que estaba arrepentido hasta los huesos de hacerla sufrir, a pesar de que eso ya no cambiaba nada.

Me escapé por la puerta trasera y comencé a alejarme. Faltaban varias horas para mi vuelo, pero quería irme antes de que ella volviera —y antes de que Martín me encontrara—. Habían pasado tres días desde que lo descubrió todo y no habíamos vuelto a hablar. De hecho, las pocas veces que habíamos coincidido ni siquiera se había volteado a mirarme. Podía comprenderlo, seguía muy herida. Por eso traté de ponérselo más fácil y, con la ayuda de papá, saqué el billete de avión cuanto antes y apenas salí de mi habitación en esos días.




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