Aunque ya no estés

¿Cómo me siento?

Otis

Parecía un pimpollo floreciendo. El sol en su mayor esplendor. Una tarde de verano con mucho calor. Una nueva Zara apreció en el momento que su madre y hermana pisaron nuestra casa. Ya era de los dos, se ganó el título. Nos llevó a los tres a conocer su academia y su trabajo. Mediante ese recorrido, conocieron a su gran amigo y para peor, les cayó de maravilla, pero no mas que a su vieja amiga… Llevamos a Chubby al parque y jugó con muchos perros de ahí. Al rato fuimos por café y los disgustamos en la misma cafetería. La madre era realmente encantadora, siempre tenía un tema nuevo del cual conversar y una respuesta ingeniosa que dar. Físicamente las tres se parecían. Ambas tenían una melena rubia larga y pecas en sus rostros. La hermana menor, se mantuvo callada, en eso se diferenció de las otras dos. Su única actividad era jugar con el perro y tomar bastante café con leche. Si mi madre conocía a la señora Esther, la amaría definitivamente. De seguro pasarían horas charlando hasta que la voz se les gaste y el sol desparezca. A las dos le sentaría bien compañía mutua.

- Recuerdas, Zara, ¿cuándo de pequeña rayabas las paredes de la casa porque decías que era arte?

La rubia río antes el recuerdo que nombró su madre.

- Claro que sí. Y tú me llevabas siempre la contraria. Hasta el día de hoy, sigo pensando que era pura arte.

La tarde transcurrió así: recordando buenos momentos. Gracias a Esther, pude enterarme de que de niña, y en parte de su adolescencia, solía coleccionar corchos de botellas de vino y con ellos, hacía manualidades. Me parece muy interesante ya que es una manera de hacer arte y reciclar. En mi mente me imaginaba a una niña rubia, muy bajita, corriendo por una enorme casa en busca de objetos para jugar y crear objetos abstractos, que desde su punto de vista, tiene mucho significado. También, rayando las paredes sin cesar y sintiéndose orgullosa por como quedó el resultado. Les di de probar mi especialidad: torta de naranja vegana. Al principio la miraron con cautela, como si eso le fuera a quemar el paladar, pero en el primer bocado, quedaron maravilladas. Zara, anteriormente, ya tuvo el placer de probarla, pero esa vez, no me quedó igual de bien que esta. En la noche jugamos a un juego de mesa, para ello, tuve que entrar al cuarto donde encontré a Zara aquella noche. No suelo entrar ahí porque siento que mis pulmones se cierran y mi corazón se acelera. Evito totalmente ese lugar, pero por pasar un buen rato con la familia de la rubia, entré. Lo primero que vi, fue la acumulación de polvillo que había en muebles viejos, el olor a encierro invadió mis fosas nasales en un segundo. En una caja, a simple vista, resaltaba uno de mis tantos trofeos, pero este no era uno mas, tenía mucho valor sentimental, aunque puedo parecer hipócrita diciendo que es importante y luego dejarlo tirado en una caja de cartón, las típicas de mudanza. Pero es mejor así, los recuerdos quedan en esas cajas, y el presente comienza a partir de que la puerta de esa habitación se cierra.

 

- Trata de esquivar al saco. No te puede pegar. Eso es. Mas rápido.

Mientras aliento a mis alumnos, yo también me ejercito. Me gusta mantener un buen cuerpo, y actualmente, estoy mas que satisfecho. Golpeo al saco como si fuera un ser malvado que va por ahí, esparciéndose y matando a todo el que lo rodea. Es una batalla contra el bien y el mal. La vida y la muerte. Desgraciadamente gana la segunda, y el ser malvado vuelve a ganar. Trato de salvar a ese pobre e indefenso humano, quien es uno contra muchos bichos malos. La cosa se pone fea, y cuando uno logró distraernos, los demás atacaron por detrás. Nos tomaron con las armas bajas. Seres buenos se unieron a la batalla, vinieron con armas y mucho veneno, pero, aun así, el que debía ser fuerte, fue el ser mayor, el quien verdaderamente está peleando contra su enemigo. Los demás, solo podemos distraerlo por un tiempo. Éste se hace cada vez más poderos y gana, con ello, trae como consecuencia la muerte del humano indefenso. Los buenos bajan del ring y el mal busca otra persona para un segundo round, y así sucesivamente. Los dedos me dolían y la cabeza también. Mis alumnos me veían sin disimulo alguno.

- ¿Todo bien, entrenador? – pregunta un hombre mientras se saca las vendas.

- Si, vuelvan a lo suyo. O váyanse, como quieran.

Me alejo del murmullo y camino directamente hacia las duchas. Mientras siento el agua caer por toda mi anatomía, mis pensamientos brotan. «¿Por qué tuvo que sucederle eso?» «¿Por qué se dejó vencer?» «¿Por qué no llegó hasta el último round?» «¿Por qué tiró la toalla al suelo?» Por qué, por qué y muchos más. Y lo peor es que no había ni una jodida respuesta a todas mis preguntas. Ya no estaba para responderme. Mi cabeza se desconectó del mundo durante tres años. Mi corazón latía sin ganas. Mis ojeras eran cada vez mayores y mi apetito era nulo. Nunca logré hablar de esto con nadie, tampoco pude llorar abiertamente sin sentirme juzgado. Pero lo necesitaba, ahora mas que nunca, ahora que volví a boxear y ahora que después de años, jugué a su juego de cajas favorito. Pero no entendía… Casi todos los muebles de mi hogar son prácticamente rojos y la tristeza no aparece, en cambio, entro en una habitación donde el color que predomina es el blanco y mi vista perfecta cambia a borrosa en cuestión de segundos. Me jodía un montón. Todo me jode. Mientras me secaba el cabello, me vi obligado a tomar asiento urgente, el mundo se daba vuelta.

 

En cuanto mis ojos se abren lentamente, puedo percatar que en la habitación donde me encontraba no era la mía. Con mi vista periférica observo maquinas raras, un televisor en frente mío el cual está pegado a una pared sencilla, personas con cubrebocas y trajes me miraban atentamente. Entonces reacciono. Estaba en… en… un… hospital. De un salto quedo sentado en la camilla.

- ¡Otis! – dice una voz femenina detrás mío, pero yo sigo intentándome levantar, aunque no siento mis pies – ¡Otis detente!




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